Hablé aquí la última vez de la Unidad de Marsella, terminada en 1953, como un edificio emblemático del siglo veinte. Puede ser útil hablar de este edificio y de lo que lo originó.
La explosión político-social europea de las primeras décadas del siglo veinte, produjo, tenía que producirlo, un cambio radical de perspectiva en cuanto a la forma de ver la arquitectura y en consecuencia la ciudad. De ese caldo complejo surgió lo que hemos llamado “el Movimiento Moderno” en arquitectura, un nuevo modo de expresar la forma arquitectónica y la forma urbana. Se hizo mucha ideología repetitiva y mimética pero también se produjeron imágenes de arquitectura que prefiguraban un cambio estético importante y radical.
Hubo, en los primeros años, la segunda década del veinte, efecto de la Primera Guerra, pocas realizaciones concretas, pero de 1920 en adelante se construyó mucha arquitectura que era consecuencia del nuevo modo de pensar. Alemania perdió esa guerra pero fue allí, paradójicamente, donde florecieron los mejores ejemplos. La “República de Weimar” (1919-1933) construyó conjuntos de vivienda que todavía hoy suscitan interés. En el resto de Europa sin embargo, exceptuando Holanda y los países escandinavos, se hizo muy poco. Francia lucía agobiada por el peso de la victoria y una visión inflada de sí misma.
En el campo de las artes plásticas París era un centro en ebullición, pero la arquitectura “moderna” estaba confinada a discusiones académicas, confrontada por la tradición Beaux Arts (fundadora de los estudios de arquitectura), dueña excluyente de la escena. En ese ambiente, Le Corbusier (1887-1965), radicado en París desde el diecinueve, producía, con peculiar energía y un rigor divulgativo que lo convirtió en celebridad temprana, imágenes de todo tipo en torno a su concepción de la nueva ciudad y sus ideas sobre la vivienda para las masas. De esa preocupación sobre la vivienda, común a todos los arquitectos “de vanguardia”, surge su concepción de “la Unidad de Habitación de tamaño adecuado”, la Unité, cuyo prototipo iría a ser la de Marsella.
La tesis fundamental de LC era “recuperar las condiciones de naturaleza” en la ciudad. Era una tesis análoga a las del socialismo utópico de fines del 19 y afin, a pesar de su radical diferencia en cuanto al tipo de ciudad resultante, a la visión americana de Frank Lloyd Wright (1869-1960) en su “Broadacre City”, que ofrecía una parcela de tierra a cada familia. Pero LC no era un utópico, era un hombre “alejado de todo propósito filosófico” que quería construir, y su idea de recuperación de la naturaleza no implicaba desaparición de la ciudad sino la reorganización de la vivienda en unidades concentradas que permitirían recuperar el suelo para el verde.
Por eso hablaba de “dimensiones adecuadas” (grandeur conforme en francés) implicando que el edificio debía ser de cierta magnitud (de 300 a 500 apartamentos) para realmente justificar la concentración y a la vez liberar para el verde de dos a tres hectáreas de terreno, asumiendo cuatro personas por familia y, en consecuencia una densidad que podría estar entre 400 y 600 habitantes por hectárea, bastante alta en promedio para cualquier ciudad.
La visión de LC, como ocurre con cualquier visión pionera, sufrió la prueba de sus aspectos más débiles. Por una parte resultó prácticamente imposible preservar la liberación del suelo. Al concentrarse las viviendas en un edificio, la actitud tecnocrática (que Oriol Bohigas llama militar o ingenieril), ante la presión de la cantidad, habría de ser la de invadir lo recuperado con más edificios. Y tampoco se cumplieron otras de sus expectativas, lo que sería largo discutir aquí. Pero el concepto debía ser probado en construcción, exigía su realización. Marsella tenía vocación de prototipo.
Y los prototipos tienen siempre enemigos porque son ejemplos reales de un nuevo modo de hacer las cosas, en este caso la vivienda de las mayorías, concebida dejando atrás hábitos y modos de vida. Pero los hábitos son resistentes. Lo habitual aspira a ser permanente y cuando se le quiere cambiar reacciona con amargura.
Por eso un prototipo permite abrir puertas, permite reconocer errores, abre espacio a un futuro al ser ejemplo que puede servir de apoyo a nuevas experiencias. En la historia del Movimiento Moderno en arquitectura se pueden identificar diversos prototipos entre los cuales, vuelvo a resaltar la paradoja, tienen un lugar especial las realizaciones alemanas de la preguerra, las “siedlung”, conjuntos de vivienda de la social-democracia, y uno muy especial promovido por la ciudad de Stuttgart en el suburbio de Wiesenhoff, que con sus casas de paredes blancas y techos planos marcó época en lo que los críticos llamaron el “estilo internacional” .
Si entendemos la palabra revolución como cambio radical y no como la ve el marxismo o el nihilismo de la violencia, de la lucha de clases y de la tabula rasa, los prototipos han probado ser, a la larga, verdaderos instrumentos revolucionarios. En la sociedad moderna eso es aún más verdadero: lo revolucionario está asociado a la realización física. Los cambios jurídicos e institucionales se prueban en el hacer, en la capacidad de generar las condiciones para que se hagan las cosas, desde un chip hasta un hospital.
Y allí está la prueba del fracaso de esta bobería que los oficialistas venezolanos siguen llamando revolución, en su incapacidad, bañada en dólares rentistas, para producir algo que diga: esto es lo que proponemos, las palabras sobran. Porque el Caudillo lo que exige son palabras, no puede vivir sin ellas. Se da por satisfecho hablando y dando órdenes.
Marsella hizo innecesarias las palabras que promovían los principios que la inspiraron porque hubo políticos que permitieron que se hiciera. Y suscitó la controversia sobre sus ventajas y desventajas, dándole paso con ello a una nueva fase de la historia de la arquitectura. Por eso fue revolucionaria. Y todavía hoy tiene mucho que enseñarnos.
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, febrero 2008,
Entre lo Cierto y lo Verdadero