Hace unas semanas en una cena, una amiga planteó que a pesar de todo lo que nos interesa y gusta el cine, no debíamos olvidar que casi todos los dictadores también habían sido muy aficionados al séptimo arte; ella mencionó a Hitler, Mussolini y Franco, yo añadí a Stalin, sin recordar entonces la película El círculo del poder.
Dirigida por Andréi Mijalkov Konchalovski en 1991, inspirada en la vida de Alexandr Ganshin, el proyeccionista privado de Stalin, también mencioné a Kim Jong-Il que antes de ser líder de su país, dirigió el departamento de Artes Culturales del Departamento de Agitación y Propaganda, y los estudios de cine de Corea del Norte, siendo productor y guionista de muchas películas e incluso escribió el libro Sobre el arte del cine en 1973.
Volviendo a Hitler, cuando se le menciona casi siempre es necesario acudir a las memorias de su arquitecto Albert Speer y en ellas cuenta lo siguiente:
«Hitler hablaba con Goebbels para elegir las películas, que por lo general eran las mismas que se proyectaban en los cines de Berlín. Las prefería ligeras, de amor o comedias. También había que conseguir lo antes posible las películas en que intervinieran Jannings y Rühmann, Henny Porten, Lil Dagover, Olga Chekova, Zarah Leander o Jenny Jugo.
Las películas musicales que enseñaran mucha pierna tenían su entusiasmo asegurado. Veíamos a menúdo producciones extranjeras, incluso las que le estaban negadas al público alemán. En cambio, no había casi ninguna deportiva ni de montañismo, ni documentales sobre animales o paisajes, o que hablaran de países extranjeros. Hitler tampoco tenía ningún interés en las películas cómicas que a mí me gustaban, como las de Buster Keaton o Charlie Chaplin.
La producción alemana no bastaba ni con mucho para suministrar las dos nuevas películas que se necesitaban cada día, por lo que muchas se proyectaban varias veces. Significativamente, nunca se repetían las de argumento trágico, pero sí las que eran muy espectaculares o aquellas en que aparecían sus actores favoritos.
Hitler mantuvo esa forma de seleccionar las películas y la costumbre de ver una o dos cada noche hasta el comienzo de la guerra.»
También en una entrevista que James P. O’Donell le hizo a Speer en 1969, se comentaba la relación de Hitler con el cine:
«En otra de nuestras conversaciones, Speer me contó que el Palacio del Führer estaba modelado, en parte, sobre la Casa Dorada de Nerón. Entonces me di cuenta, por primera vez, por qué El gran dictador, de Charlie Chaplin, y La subida al poder de Arturo II podía haber sido impedida, de Berthold Brecht, no llegaron, en cierto sentido, a realizar plenamente su objetivo; ya que:
«Es imposible hacer literatura satírica o humorística acerca de Hitler, por lo mismo que nunca ha sido posible escribir una buena comedia sobre Nerón o Calígula. Hay demasiada sangre en el escenario…».
Le pregunté a Speer si habla visto El gran dictador, de Chaplín, y me dijo que no.
«Goebbels enviaba películas desde Berlín, incluso films de Hollywood. Llegué a ver unas setecientas. Dos de mis actores favoritos eran Chaplin y Buster Keaton; pero Hitler los detestaba. Decía que eran grotescos. Nunca quiso verlos…»»
La comedia a veces es más corrosiva que el cine directamente político y por eso es lógico que a los dictadores les incomodaran los comediantes.
La semana pasada comentaba en este espacio, el peligroso incremento del racismo y el ascenso de los partidos políticos y grupos diversos que lo alientan, seguro que entre sus líderes también habrá quienes adoren el cine, la banalidad del mal no evita la naturaleza de la maldad y, sobre todo, sus acciones y consecuencias.
Jorge Gorostiza, Doctor arquitecto.
Santa Cruz de Tenerife, agosto 2018
Autor del blog Arquitectura+Cine+Ciudad