La prolongada cuarentena que estamos viviendo está generando importantes cambios en la forma como nos relacionamos con la ciudad, y nos está haciendo valorar aspectos esenciales para el desarrollo integral de las personas que habían quedado rezagados ante la masificación del uso del automóvil como medio regular de transporte. Uno de ellos es la importancia de la vida en comunidad, y la consiguiente diversidad de servicios, que se desarrolla en los barrios de nuestras ciudades y pueblos. Allí encontramos casi todo lo que necesitamos para nuestras vidas cotidianas, pero sobre todo una sonrisa amable y un saludo afectuoso de algún vecino o comerciante que nos hace sentir seguros y en casa.
El crecimiento de nuestras ciudades nos ha ido privando de la escala de esos espacios, priorizando un modelo de desarrollo basado en densos edificios de departamentos y concentraciones comerciales (centros comerciales, strip malls, plaza centers, etc.), en desmedro de la tradicional ciudad de usos mixtos y comercios locales a pie de vereda.
Esta exagerada densificación y segregación de usos ya ha fracasado en las ciudades que solemos tomar como referentes urbanísticos; una de ellas es Paris, donde la actual alcaldesa ha lanzado para su reelección el proyecto de “La Ville du Quart d’Heure”, una propuesta que pretende transformar la forma como se usa la ciudad para que los vecinos tengan lo necesario para su vida a 15 minutos de sus casas, tanto a pie como en bicicleta, reduciendo así el traslado de personas y tránsito de vehículos.
Nosotros no hemos estado tan lejos de esos sueños, hace algunos años nuestras ciudades tenían esa escala humana que hoy se busca recuperar.
Personalmente me viene a la mente mi infancia entre el agrupamiento Risso y las calles de Jesús María, acompañando a mis abuelas y tías en sus habituales rutinas, que incluían el saludo y conversación con los vecinos, el paso por la panadería para comprar los ricos “carusos”, el chocolate sublime del “chino de la esquina”, y la compra del mercado. Aprendí la importancia del saludo, y sobre todo de la vida de barrio, donde todos nos conocemos, y nos cuidamos.
Aprendí también la importancia de los comercios “atendidos por sus dueños” o por empleados de toda la vida; gente amable que nos conoce, que sabe de nuestras preferencias, y que siempre está dispuesta a dar una mano al vecino honesto. Todo eso hoy vale más que nunca, ahora que sólo podemos salir de casa a pie y a comprar lo esencial, y que por la particular coyuntura ciertos productos escasean.
Hasta hace poco la aspiración de la mayoría de las personas era vivir en una zona “residencial”, hoy muchos están atrapados en esos conjuntos de edificios, lejos de comercios y servicios.
En mi caso, pude optar por vivir en un barrio que se asemeja mucho a los de antaño. Aquí los comerciantes no han parado de trabajar, nos cuidan y les cuidamos tomando los recaudos que nos dicta el gobierno. Ante la imposibilidad de ir con mis tradicionales caseros, he descubierto incluso algunos nuevos de cuyos dueños ya me he hecho conocido, y me atienden siempre con una cordial sonrisa. Menudo dilema tendré cuando las cosas vuelvan a la normalidad.
Pero el barrio no es sólo el comercio, somos, sobre todo, los vecinos, con quienes tejemos lazos de amistad y nos apoyamos en tiempos difíciles como este. Hoy más que nunca es importante saber quiénes viven en tu entorno, estar al tanto de ellos y prestarles una mano a los más vulnerables.
Recuperar la escala humana de nuestras ciudades debiera ser una prioridad para nuestros municipios al salir de la cuarentena, y en el caso de las metrópolis como Lima los distritos son los niveles de gobierno llamados a ello, pues existen para ser es ser el nexo entre los vecinos y el gobierno metropolitano.
Sus competencias están centradas en la administración y mantenimiento de los espacios públicos locales y la atención de las necesidades cotidianas de sus habitantes; para ello cuentan con diferentes herramientas de planificación y gestión urbana, entre las cuales destaca el Plan Urbano Distrital. Dicho instrumento traduce a lineamientos, programas, propuestas y proyectos las aspiraciones de los vecinos y empresarios, y sirve de base para orientar la inversión pública y privada.
Por ley y sentido común todos los distritos debieran tener sus planes vigentes, pues estos dan sustento y sentido a las acciones y obras que debieran ser puestas en marcha para mejorar la calidad de vida de sus vecinos, reduciendo notablemente los tiempos de planificación y consenso.
Pero la realidad de nuestro país es que sólo el 13% de distritos cuentan con uno, y en el caso de Lima Metropolitana sólo 5 de los 43 lo tienen (Registro Nacional de Municipalidades, 2019).
Esto podría estar evidenciando dos cosas: la falta de eficacia de la planificación urbana para dirigir las acciones e inversiones municipales, y el desconocimiento de las herramientas con las que cuentan nuestras autoridades para poder cumplir sus promesas electorales, con el objetivo de mejorar nuestra calidad de vida urbana. Ambos factores son reversibles con un enfoque adecuado.
Este supuesto “año perdido” es quizás el mejor contexto para aprovechar las ya mencionadas virtudes de la planificación urbana, porque estamos en la primera mitad de la gestión de nuestros gobiernos locales, que es cuando se definen los proyectos de inversión pública y privada, y porque la pronosticada caída del PBI para este año rebotará de forma positiva en el 2021 (FMI), activando importantes proyectos de inversión en nuestras ciudades.
El deber de nuestros alcaldes es entonces sentar las bases para que esas inversiones aporten a la construcción de la ciudad que soñamos, impactando de forma positiva en nuestras vidas y economía.