El padre de Jorge compró el aparato de televisión muy pronto, tanto que ni siquiera habían empezado las emisiones en las Islas. La caja era enorme, o eso le parecía a Jorge, y su padre con la paciencia y la habilidad que siempre había tenido, la convirtió en un castillo de cartón que casi no cabía en el comedor, por lo que pronto desapareció, tras sufrir daños irreparables cuando Josechu se cayó encima y le aplastó una de las torre.
La televisión, una Körting alemana con laterales imitando madera, se colocó en la sala con el sofá y los sillones vueltos hacia ella y la vida de la familia cambió. Jorge recordaba a su padre y su madre leyendo cada uno un libro en silencio, o escuchando un disco, también callados, a partir de que las primeras imágenes penetraron en la sala, la habitación se animó, se hablaba, venían amigos a ver los partidos, su padre llamaba mentirosos a los presentadores del Telediario… sólo había silencio durante algunas películas.
La animación reinaba enfrente de aquel aparato, algo así como el fuego de la chimenea que nunca hubiera cabido en aquel piso, y al mismo tiempo una ventana -eso sí en blanco y negro- abierta hacia otros lugares del Mundo. La ficción había penetrado en el lugar más sacrosanto de la realidad, en el interior del hogar, y ya nada volvería a ser como antes.
Los años pasaron y muchos pensaron que aquel aparato no era digno de estar ocupando un sitio privilegiado, por lo que lo ocultaron en el llamado “cuarto de la tele”, mientras a veces colocaban otro en el dormitorio. Ahora había color y después más cadenas por lo que se podían ver programas distintos -aunque en el fondo idénticas- al unísono.
Tuvieron que llegar los televisores planos con grandes pantallas, para que los aparatos volvieran a los lugares de honor de las salas, pero también aparecieron en las cocinas, y en los dormitorios de los niños, y hasta en algunos cuartos de baño. Esos aparatos no sólo servían para ver lo que emitían las cadenas, para recibir información, sino que empezó a poderse entrar en su interior, a que uno fuera el protagonista de aventuras insólitas y además se unieron a otros aparatos y se convirtieron en inteligentes, desde sus pantallas se podía controlar la propia casa… y los televisores se transformaron en algo más que un mecanismo inerte, fueron imprescindibles, y la ficción se fundió aún más con la realidad.
Lo cierto es que hoy, medio siglo después de que aquel televisor entrase en su casa, Jorge se acuerda perfectamente de las primeras imágenes que vio en su pequeña pantalla gris, pero casi ha olvidado cómo era el castillo de cartón que le construyó su padre.
Jorge Gorostiza, arquitecto. Autor del blog Arquitectura+Cine+Ciudad
Santa Cruz de Tenerife, febrero 2011