Billy Wilder contaba que para la escena final de la película Perdición (Double Indemnity, 1944) construyeron una réplica exacta de la cámara de gas de la prisión de San Quintín (una cámara de gas histórica: la primera de los Estados Unidos). No habían obtenido permiso para filmar en la auténtica, así que tuvieron que copiarla en el estudio chapa por chapa y remache por remache, sin reparar en gastos.
La escena era muy buena: El asesino (pero aun así digno de lástima y de comprensión, y casi de simpatía), encarnado magistralmente por Fred MacMurray, a punto de ser ejecutado, mira a su amigo y compañero Edward G. Robinson, que le ha descubierto y entregado, y que está al otro lado, al lado de la ley, al lado de los buenos (pero nos cae peor).
Las dos miradas lo dicen todo: Mac Murray muestra arrepentimiento, respeto y, a pesar de todo, cariño por su amigo. Robinson, incorruptible, tenaz y férreo, le mira con ojos duros, y con esa boca fina y horizontal, de pez feroz, incluso cruel. Las dos miradas de despedida cierran la película. Fin.
(Ah, ¿que no habéis visto la película? ¿En qué estáis pensando? Corred, insensatos. Meteos entre los ojos y las orejas esa barbaridad de película, esa maravilla que -aunque lo pueda parecer- no os he destripado).
Cuando, una vez montada, Billy Wilder la vio, se dio cuenta de que esa escena magnífica no aportaba nada a la historia, y la suprimió. Se habían gastado un dineral en ella, y además, como he dicho, estaba magistralmente interpretada y realizada. Era estupenda y transmitía una intensa emoción.
Pero en realidad ya había quedado todo claro con la confesión del asesino (sigo sin destripar nada). Ya estaba todo dicho. No había que añadir nada más. Qué risa, con el dinero que se habían gastado los productores, con el talento que habían demostrado todos, desde los decoradores a los actores. (Los productores se aguantaron porque Billy Wilder era una fuente inagotable de beneficios, y confiaban en su instinto para contar historias y, por lo tanto, para llenarles a ellos la caja).
Estoy de acuerdo con Billy Wilder. He visto varias veces la película y nunca he echado nada de menos. No le falta nada o, lo que es lo mismo, si tuviera esa escena final le sobraría y sería peor película.
¿Y si yo hubiera hecho esa escena sería capaz de suprimirla? ¿No me daría mucha pena? Seguro que más de un director mataría por haberla filmado, y sin embargo el que la filmó la desechó.
Otro ejemplo:
Veamos este magnífico aguafuerte de Rembrandt:
Es un trabajo delicado, complejo, muy rico. (Clicad la imagen para verla más grande y apreciar sus detalles).
Sin embargo, Rembrandt no estaba satisfecho y siguió trabajando la plancha. Buscaba el efecto de luz que ya se muestra desde el principio, pero quería acusarlo, exacerbarlo. Quería reflejar ese estado terrible y lleno de desesperación que describen los evangelios, con las tinieblas adueñándose de todo y el cielo abriéndose literalmente. Hizo varios cambios. Puso y quitó personajes y lo dejó estar.
Pero años después volvió furiosamente sobre la plancha y dejó la estampa así:
Suprimió grupos completos de personas, montones de detalles, buscando solo un efecto esencial, una impresión poderosa para la que todo aquello sobraba. Añadió algún personaje, como el jinete en el centro-izquierda o San Juan con los brazos en alto, en la derecha (y la cruz de ese lado prácticamente desaparece). Los fuertes rayajos de buril por toda la plancha, especialmente los trazos inclinados de abajo a la izquierda, nos dan pena porque han atacado de tal manera la plancha que solo lo admitimos y aceptamos porque lo hizo el autor. Si lo hubiera hecho cualquier otro diríamos que fue un acto vandálico.
Si el aguafuerte ha ganado o ha perdido lo dejo a vuestra opinión. Para mí sí que gana en cuanto a buscar lo esencial y el efecto impresionista (o expresionista: ya ni sé), y atrapa ese momento feroz y esa luz terrible.
Estos dos ejemplos me llevan a plantearos esa misma cuestión: Cuántas veces un trabajo está mal planteado, y se llega a la conclusión dolorosa de que hay que destruir buena parte de lo hecho para centrarlo. Cuando lo que hay que destruir es malo no pasa nada, pero cuando es algo realmente bien hecho y bien resuelto da mucha rabia. Hay que atreverese.
Hay que ser capaz de ver en la propia obra lo que son episodios y lo que es la totalidad. Puede haber episodios muy buenos, pero que no logran una buena obra.
No me refiero al «menos es más», que puede ser, en definitiva, una cuestión de estilo. Me refiero a estar muy satisfecho con una parte o un detalle (una entrada, una sala, una marquesina, una doble altura, etc) pero llegar a la dolorosa conclusión de que ese brillante elemento no ayuda a la obra. Es más, la perjudica.
Hay que amputar. ¿Quién es el valiente? Yo no. Yo soy tan tacaño con mis obras que todo me vale, todo lo aprovecho. (Por eso nunca seré un gran arquitecto). También escribo, y le dedico a ello tan poco tiempo y tan poca intensidad que cuando llevo doscientas páginas (al cabo de años) son sagradas. Las pulo y las corrijo, pero no tiro ningún capítulo ni ninguna escena.
Me llena de pasmo y de admiración cuando escucho a un escritor decir que ha rehecho una novela cuatro veces, o a otro que ya tenía casi acabado un libro cuando se dio cuenta de que no funcionaba, de que fallaba la estructura, o el ritmo, y lo tiró entero a la papelera (antes era la real y física, ahora es la de reciclaje de windows). Yo no puedo.
En fin: Os cuento mi mediocridad y mi cicatería personal al mostraros mi admiración por esos grandes artistas que son capaces de destruir belleza porque no era la que necesitaban.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · septiembre 2012
Autor del blog arquitectamoslocos?