Si le preguntaran
¿qué edificio tiene mayor relevancia para usted?, ¿una casona del S.XIX o la casa donde apresaron a Abimael Guzmán?,
es probable que elegiría la segunda, pues de ella tiene mayor información histórica, y percibe que ha tenido mayor relevancia en su presente. Bueno, posiblemente la primera esté protegida por las leyes de preservación, y la segunda pueda ser demolida en cualquier momento para dar paso a un edificio moderno.
Esta provocación pretende poner en evidencia un debate que no se ha dado en nuestro país, al menos con la suficiente profundidad, y tiene que ver con el sentido que debiera llevarnos a determinar que ciertos edificios deben mantenerse de forma integral o parcial para el futuro.
La realidad es que nuestros centros históricos subsisten en condiciones precarias, y ello no sólo por la acción de los ocupantes o propietarios de los bienes patrimoniales, sino también por la falta de consenso y dirección por parte de quienes debieran velar por su recuperación y preservación. Pareciera que no tenemos capacidad real para poder preservar el legado que nosotros mismos hemos catalogado como tal, y que ninguna norma, prohibición o estímulo va a ser suficiente para revertir este proceso.
Considero que existen ciertas preguntas de fondo que debiéramos plantearnos antes de seguir pretendiendo preservar un patrimonio que cada día se nos va de las manos:
¿Para qué preservamos edificios?
¿Qué componentes de esos edificios aportan a la concreción de ese fin?
¿Cómo financiamos su restauración y garantizamos su mantenimiento?
Para empezar a contestarlas, considero que sería importante comprender que la preservación de bienes inmuebles no debiera ser un fin en sí mismo, sino un medio para concretar un fin mayor.
Es por ello que debiera sustentarse en la recuperación, preservación y construcción de la memoria colectiva, también llamada “patrimonio inmaterial”: Costumbres, tradiciones, oficios, recuerdos, familias… personas, que llevan en su sangre y memoria el patrimonio cultural de nuestra sociedad, y sobre las cuales se deberían sentar las bases de nuestro futuro. Ese es el sentido que se expresa en la “Carta de Venecia” (1964), documento referente a nivel mundial para el diseño de las políticas de preservación.
Preservar edificios sin gente (ni usos posibles), o que las personas que han heredado esa memoria se vean desplazadas porque el costo de restauración y mantenimiento del patrimonio edificado es tan elevado que se hace inviable es una deformación del sentido de la preservación. La “gentrificación” se combate con la generación de valor, y para ello hacen faltas políticas culturales que lo estimulen.
Es evidente que para que esos edificios mantengan funcionalidad y valor se debieran poder intervenir de forma parcial, para actualizar su infraestructura. Esto nos lleva a la segunda pregunta,
¿qué componentes aportan a la concreción de la preservación y construcción del Patrimonio Inmaterial?
Diría que cada caso es particular, y que, una vez aclarado el rol, este tema debería estar claramente expuesto para permitir su evolución. En algunos casos será la fachada, cuando lo que se quiera preservar es el espíritu de la calle, en otros la volumetría o espacios de valor histórico, y en algunos pocos será la totalidad de la edificación. Ello podría llevarnos a rescatar estructuras ancestrales, hoy cubiertas por edificaciones republicanas, o recuperar versiones más recientes de las edificaciones catalogadas.
Normas estrictas de preservación que no contemplan el uso y valoración de los edificios les condenan a la destrucción.
Y así llegamos al tercer punto:
¿Cómo financiamos su restauración y garantizamos su mantenimiento?
Este punto es crucial, pues de ello depende su sostenibilidad y preservación para las generaciones futuras.
Hoy estas onerosas acciones se cargan sobre los hombros de los propietarios, haciendo inviable su concreción. En el mundo existen diversos ejemplos de financiamiento a partir de la venta de los metros cuadrados que se dejan de poder construir por el hecho de ser declarado patrimonio.
En el mundo existen diversos ejemplos de financiamiento a partir de la venta de los metros cuadrados que se dejan de poder construir por el hecho de ser declarado patrimonio, para ser aprovechados en otros desarrollos inmobiliarios. La Municipalidad Distrital de Miraflores fue pionera en esta materia, siendo un caso de estudio por la eficacia del instrumento dado el poco tiempo de vigencia. A partir de esa experiencia, el Ministerio de Vivienda incorporó al Reglamento de Acondicionamiento Territorial y Desarrollo Sostenible (RATDUS D.S. N°022-2016-VIVIENDA) la posibilidad que los gobiernos municipales incorporen este tipo de instrumentos en sus Planes de Desarrollo Urbano. El Ministerio de Cultura vio en ello una oportunidad para financiar la recuperación del patrimonio edificado, y lanzó, junto al Ministerio de Vivienda, el proyecto piloto “Altura para la Cultura” (D.S. N°011-2018-VIVIENDA). Lamentablemente este proyecto no ha dado aún frutos, pero ha sentado un importante precedente en la materia.
Considero que estos tres temas están ligados, y hasta que no los discutamos en profundidad, no podremos revertir el decadente proceso de destrucción.
Los próximos festejos del Bicentenario de nuestra República debieran proporcionarnos el contexto de reflexión y discusión que este tema merece.
Aldo G. Facho Dede · Arquitecto urbanista
Lima · Agosto 2019
Autor del Blog Habitar: Ambiente+Arquitectura+Ciudad y fundador de la Red Latinoamericana de Urbanistas