La secta (I). Censo de personajes | José Ramón Hernández Correa
De entre los miles de personas que querían conocer a Svetlana, invitarla a sus casas, comer con ella, contarle sus vidas, etc, sobresalió y se impuso Olgivanna Lloyd Wright. Ella la entendía taaannn profundamente, se sentía taaannn próxima a la pobrecita, podía ayudarla taaannnto…
Olgivanna conocía bien la problemática rusa. Se había casado con un arquitecto ruso, del que había tenido una hija rusa llamada también Svetlana. (La pobre había fallecido en accidente hacía unos años). Olgivanna podía ser de nuevo la madre, la mentora, la mejor amiga de esta otra nueva Svetlana, de esta pobre niña desamparada y desorientada (y cargada de dinero).
La mandó llamar mediante una amiga. Le ofreció alojamiento, descanso, comprensión.
Svetlana pensó que podría pasar allí un fin de semana, conocer a Olgivanna y a su feliz comunidad de artistas. (De algún modo, era una comuna cuasi soviética, pero mejor: donde todos trabajaban en común, reían, tocaban instrumentos musicales, cantaban, hacían teatro, se divertían con excursiones y comidas campestres y vivían entre hermosas obras y ante amplios horizontes de paz y de libertad).
A Svetlana no le impresionó en absoluto el aspecto de Taliesin. Aunque no le interesara nada la arquitectura, hay que reconocer que aquello es muy «pintoresco» o «sorprendente» para cualquier visitante. Pero parece ser que la hija de Stalin era impermeable a todo eso. Y las veces que se refería a la cabaña donde le tocó vivir hablaba de su pequeñez, de su endeblez y de sus techos bajos. Según ella, diríase que todo aquello era un conjunto de chabolas cutres a más no poder.
(Bueno: Algo de eso hay. Todo el conjunto no deja de ser una especie de campamento, y allí, en el desierto, tiene un aire de precariedad. Pero hay que estar ciego para no ver nada más. Svetlana lo estaba).
Olgivanna la recibió como una madre recibiría a la hija que vuelve del exilio. Ella la comprendía taaannn bieennnn… Fue encantadora. Todos los taliesinitos lo fueron. Hicieron para ella todo lo que sabían hacer: Tocaron música, cantaron, representaron alguna obra teatral, rieron, bailaron… Svetlana cuenta que ni le gustaba esa música, ni ese teatro, ni esa manía de sentarse en el suelo, ni nada. Pero debieron de lavarle el cerebro, o ella lo traía ya lavado de casa, porque se quedó.
Durante las primeras semanas de su estancia allí Olgivanna la elogiaba, la abrazaba, la enseñaba todo, le presentaba a gente importante que iba a Taliesin a impartir conferencias… y, sobre todo, le hacía firmar cheques.
Un cheque para el hijo de Wes -la primera Svetlana se había matado con uno de sus hijos, pero quedaba otro-, que había montado una granja ruinosa.
Otro cheque para unas deudas inminentes de Taliesin.
Otro cheque para el propio Wes.
Otro cheque para Olgivanna, para tener algo de liquidez inmediata.
Otro cheque para…
Svetlana firmaba uno tras otro. Le daba igual. Tenía mucho dinero, y le resultaba todo demasiado fácil y absurdo. Este invento de los cheques era verdaderamente curioso.
Sus libros se vendían muy bien y le entraba más dinero del que salía, por muy atolondradamente que saliera.
Pero tal vez la rusa se cansara alguna vez de firmar cheques, así que Olgivanna le ordenó a Wes que se casara con ella. Y Wes, que siempre la había obedecido, la volvió a obedecer.
(Aunque tengo a este hombre por un apocado y un tontorrón, no puedo dejar de admirarlo: Haber tenido como suegro primero a Frank Lloyd Wright y después a Iósif Stalin -aunque póstumamente- es digno de admiración. ¡Vaya dos suegros terribles! Qué tío, el amigo Wesley Peters. También me hace gracia que te cases dos veces en tu vida, las dos en plena Arizona, y vayas a dar con dos Svetlanas).
A posteriori, Svetlana lo contaba como si hubiera estado drogada o hipnotizada todo el tiempo, pero da la impresión de que sí se enamoró de Wesley. Vamos, no estoy seguro. Olgivanna era capaz de todo.
A partir de entonces, la soledad.
Wesley se levantaba muy temprano para ir a trabajar. Era el arquitecto jefe de Taliesin y todo pasaba por sus manos. Llegaba a casa (a la cabaña) muy tarde, y apenas pasaba tiempo con su esposa.
Todos en Taliesin tenían muchas cosas que hacer, menos Svetlana.
Además, los ingresos fueron disminuyendo. El libro ya se había vendido en todo el mundo. Ya lo conocían todos. Ya no había más que rascar. Y el morbo ya se había pasado.
Por si fuera poco, al ver que ya no podía sacar mucho más de ella, Olgivanna empezó a menospreciarla, a humillarla, a ridiculizarla delante de todo el mundo. Svetlana no estaba a la altura del ambiente artístico de Taliesin.
La matriarca la obligó a dar una conferencia sobre Rusia en el auditorio de Taliesin, e invitó a todos los periodistas políticos, escritores, profesores e intelectuales de la zona. Le prohibió tajantemente que leyera: Un buen conferenciante debe hablar con fluidez y no aburrir al auditorio leyendo un texto.
Svetlana estaba acostumbrada a hablar, pero se escribió unas notas a modo de esquema para no dejarse nada en el tintero.
El día de la conferencia vio a Olgivanna en primera fila, rodeada de los invitados más ilustres y mirándola con sonrisa sarcástica y desafiante. Se puso nerviosa. Se perdió un par de veces y buscó ayuda afanosamente en el esquema, perdiéndose un poco más.
Al final su charla no estuvo mal, pero Olgivanna la ridiculizó delante de todos.
Ella no aguantaba ya más: Su marido no le hacía caso, su pseudosuegra le hacía cada vez más daño, y los alegres discípulos de la Arcadia feliz ni reparaban en ella. No tenía ni un solo amigo; no podía hablar con nadie; no tenía nada que hacer. Y no podía escapar de allí porque había vigilancia continua y nadie podía salir de Taliesin sin un permiso expreso de la jefa.
Estaba secuestrada.
Lo que no impidió que siguiera viviendo allí con normalidad. O, al menos, con resignación.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · Junio 2016
Notas: ¿Preparado para leer la tercera y última parte de esta historia? No te pierdas la próxima entrega.