Habitar la escena en un instante de la vida es sentirse ajeno al hecho de habitar, es desarmar, es desmantelar, es deshabitar la idea de la rutina, es volver a ser, es sentirse un nuevo habitante, es crear ese lugar en el que apenas uno se reconoce, en ese lugar del que también apenas nos reconoce. Habitar la escena-nuestra escena- es representar una vida nueva, un abrazar ese encargo de habitar y que durará lo que el tiempo nos ha determinado.
Habitar -entrar- en nuestra escena es volver a ser consciente de ese mundo interior que delimita nuestro mundo exterior, que es quien día a día narra nuestros actos, que es quien nos empuja hacia el interior de la vida – la nuestra vida-, que es quien nos compone -mueve- el encuadre de esa vida muchas veces no elegida.
Habitar nuestra escena es; navegar calladamente entre brumas y silencios hasta dejar de ser lo que somos para imaginar ser ese barquero quine nos llevará a la otra orilla de la vida, al otro lado del horizonte, dejando atrás visiblemente ese mundo que sin esfuerzo nos ha domesticado, ese mundo que nos ha intentado construir a su manera, aquel que convirtió nuestra rutina de habitar en el arte de la costumbre, su arte.
Habitar la escena es atravesar la niebla espesa de esa primera mañana de otoño, para volver a sentirse vivo, porque hay otra vida después de habitar, después de habitarse.