«Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología; ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras a lo largo del tiempo»
Jorge Luis Borges, Sobre los clásicos (1952)
Jorge Luis Borges nos recuerda que las palabras tienen una historia y Denys Cuché añade que «en cierta medida, las palabras hacen la historia»[1]. Las palabras aparecen en determinados momentos para responder a interrogantes que la sociedad se plantea. Introducir un nombre supone un primer acto de reconocimiento y un primer paso hacia su resolución:
«Nombrar es, al mismo tiempo, plantear el problema y, en cierto modo, resolverlo»[2].
Varios maestros de la arquitectura han rehusado acompañar sus respuestas construidas de palabras dejando sus obras como único testimonio, sin otra compañía que el silencio: las mínimas sentencias de Mies van der Rohe o la permanente renuncia a escribir de Alvar Aalto, quién llega a afirmar
«Dios creó el papel para que en él se dibuje sólo arquitectura; todo lo demás —por lo menos para mí— es un uso impropio del mismo»[3].
Frente a ese silencio creador nos encontramos con la limitación humana de pensar con palabras. Como nos recuerda el historiador John Luckacs en sus memorias: «hablamos, escribimos y enseñamos por medio de las palabras»[4]. Desvelar el conocimiento de la arquitectura es una atractiva experiencia, dónde en-señar se convierte en un dar señas que vinculen ese conocimiento con la obra construida, con esa primera y permanente lección no escrita.
A lo largo de nueve textos —introducidos por nueve palabras— se ha ido dando forma a un hipotético curso académico sobre el significado de la modernidad. Un recorrido con numerosos fragmentos, derivas, sugerencias e hipervínculos que cada uno puede revisar y reconstruir con sus propias palabras. Ése sería el mejor legado que un final de curso puede ofrecer: un descubrimiento personal. Volviendo a Lukacs, «las palabras no son categorías finitas, sino significados: son lo que significan para nosotros. Cada una tiene su propia historia, su vida y su muerte, sus poderes mágicos y sus límites»[5].
Luis Barragán, que también era un maestro parco en palabras, se autoimpuso una serie de conceptos cuando tuvo que enfrentarse a un amplio discurso y, a través de ellos, fue desgranando su visión personal de la arquitectura. Así aparecen la belleza, el silencio, la soledad, la alegría, la nostalgia… palabras que también llegan a nosotros a través de su obra y que poseen una gran capacidad de evocación, de llevarnos a nuevos descubrimientos y nuevas historias.
Cuando construyó su propia casa, aquellas «imprevisibles transformaciones» de las que hablaba Borges se hicieron patentes: «Ha estado cambiando constantemente. Le he quitado muros, los he puesto, he aumentado algunas ventanas y reducido otras. También en la azotea he hecho modificaciones; al principio sus muros eran blancos; después les he puesto color»[6]. La obra se convierte en un magnífico epílogo para su silencioso magisterio:
«pienso que todo seguirá cambiando porque la arquitectura es como un ser vivo que se modifica conforme cambian las personas que la habitan. Una casa nunca está terminada, es un organismo en constante evolución»[7].
Como el aprendizaje, como la vida.
antonio s. río vázquez . arquitecto
a coruña. julio 2013
Notas:
[1] CUCHÉ, Denys. La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión, 2004, p. 9.
[2] Ibíd.
[3] PALLASMAA, Juhani (Ed.). Conversaciones con Alvar Aalto. Barcelona: Gustavo Gili, 2010, p. 11
[4] LUKACS, John. Últimas voluntades. Memorias de un historiador. Madrid: Turner, 2013, p. 15
[5] Ibíd.
[6] FIGUEROA, Aníbal. El arte de ver con inocencia. Pláticas con Luis Barragán. México: Universidad Autónoma Metropolitana, 1989, p. 102
[7] Ibíd.