
“Son aquellas pequeñas cosas
Que nos dejó un tiempo de rosas
En un rincón
En un papel
O en un cajón”.
Joan Manuel Serrat ,“Aquellas pequeñas cosas”, 1971
Son los acervos, según las definiciones recogidas en los diccionarios, “conjuntos de bienes morales, culturales o materiales que pertenecen a una colectividad” (Espasa), “(…) acumulados por tradición o herencia” (RAE). Moliner y Larousse también definen el acervo como “Montón de cosas pequeñas y compartidas”. Sus derivados son muy expresivos: acerico=almohadilla para alfileres o Aceruelo= Albardilla para portar pequeñas cosas. Se trataba a menudo de conjuntos de bienes de consumo, los más preciados, como lentejas y trigo. Una definición que se ha ido extendiendo para abarcar un conjunto o patrimonio formado por los bienes, materiales o no, que reúne una comunidad, una institución, etc. y que en general pone a disposición de todos sus miembros o, a veces, del público en general.
Con estas definiciones hemos encontrado el objetivo del número monográfico. No vamos a referirnos necesariamente a los grandes patrimonios sino también a los pequeños, aquellos que en otras ocasiones hemos denominado ordinarios que, además, pertenecen a una colectividad y no a un propietario único.
Los acervos, en un sentido más amplio, nos acercan a los conjuntos: paisajes bioculturales y ciudades, entendidos como entramados de bienes de distintas escala y naturaleza, no siempre relevantes en su individualidad, pero sí necesarios en la preservación del significado cultural del todo en el que se inscriben. Pensamos en conjuntos de edificios, calles y plazas, espacios libres, parques más que jardines; la vegetación, las esculturas, los grafitis, el mobiliario urbano, pero con la vista puesta en su utilización por los vecinos, los visitantes, los animales domésticos, la luz, la música, los colores, los ruidos. Introducimos el acervo en una geografía, con su topografía, sus cursos de agua, su clima y todos esos accidentes naturales que junto a los artificiales nos dan un paisaje determinado. En ellos encontramos la belleza de la singularidad de elementos naturales y antrópicos, así como de la repetición de los mismos, prestándose a diferentes lecturas y aproximaciones de carácter metodológico para su comprensión, clasificación, catalogación y, en definitiva, acción dirigida hacia su preservación. También encontramos vida, y por tanto modificaciones constantes, debidas al paso del tiempo y a los cambios de uso que obligan a una reflexión acerca de posibles medidas de conservación. El acervo, al ser un conjunto de cosas, nos obliga a delimitar espacios homogéneos con un concepto de homogeneidad muy flexible, acorde a la diversidad y complejidad de la sociedad actual. Pero es imprescindible si queremos aprender y aprehender los acervos como un bien cultural. De todo ello se deducen dos obligaciones fundamentales: transmitirlos, puesto que parten de la tradición, y siempre a la colectividad. De hecho, toda tradición implica una transmisión y esta, a su vez, una traducción, es decir, interpretación de sus valores y de su eventual grado de protección.
Nos gustaría imaginar a los acervos desprovistos de su valor económico, únicamente asociados al significado cultural que identifica a esa colectividad y a sus valores morales. ¿Es eso posible? Sostiene el arquitecto Vincenzo Latina que tradición y traducción siempre derivan en una traición.1
¿Es esa traición el precio a pagar para asegurar la vida futura de nuestros acervos? ¿O, desde el arte y la arquitectura, intentaremos embeber los valores éticos y culturales en la materia que los constituyen?
Notas:
1 Vincenzo Latina. “T. T. T.”, The three “T”s of reuse. AREA Nº 166 2019, p.9
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