En clase de Juan Daniel Fullaondo (I) | José Ramón Hernández Correa
El otro día os conté cómo medio enmendé mi horrible primer proyecto. Voy a explicaros la entrega.
Una vez pasada la segunda ronda de croquis, con el beneplácito (excesivo e inmerecido) de Fullaondo, me apliqué a dibujar ya en limpio las láminas que iba a presentar.
En un grupo de grafistas virtuosos mis láminas fueron pobretonas: línea de tinta sobre papel vegetal. Por lo menos estaban dibujadas con cuidado y limpieza.
El do de pecho lo daba con la hoja final: una perspectiva cónica dibujada a tinta china a mano alzada (mi mano alzada) sobre papel de croquis. Me pareció que en ese papel áspero y basto quedaba gracioso el dibujo, y que dar lápiz de color por delante y por detrás creaba un efecto de profundidad, debido a la diferencia de intensidad y nitidez entre ambas caras, por la turbiedad del papel. Hasta le metí rotuladores. Yo creía que el efecto final era como de «cuidadoso descuido» o de «yo es que soy así de directo», pero, recordado ahora, debió de ser como de alumno aventajado de taller ocupacional para mayores. Solo le faltaban los macarrones pegados y las bolitas de papel de plata. Pero lo peor era que, con todo, quedaba floja y tímida. Creo que si me hubiera pasado tres pueblos y hubiera hecho un megakitsch le habría entusiasmado. Pero era un «quiero y no puedo» muy soso.
Fullaondo vio una por una las láminas, celebrándolas. Alabó una axonométrica con la cubierta quitada y finalmente, ante la perspectiva chorra, no dijo nada. La apartó discretamente del resto de láminas, que ordenó, agrupó y dio por entregadas, y me la devolvió mientras me decía que apreciaba mucho mi evolución.
Se ha hablado demasiado del gesto de suprema elegancia del general Spinola ante Nassau en La Rendición de Breda, de Velázquez:
No fue menor la de mi profesor devolviéndome aquella lámina.
Aquella triste perspectiva, en definitiva, jamás había existido. Él no la había visto ni yo la había dibujado. Como, al contrario que en Misión Imposible, no se autodestruyó, la reduje a confetti y creo que me la comí.
Recuerdo también perfectamente el segundo ejercicio de aquel Nivel I, pero ya no os aburriré con más detalles. Sí que os tengo que decir que me sentía competente, que dibujaba cada vez mejor, que le echaba horas por un tubo, que aprendía cada vez más y que disfrutaba como un loco.
Juan Daniel Fullaondo está en la historia de la arquitectura española del siglo XX. (Lo que más valora todo el mundo de él -a mi parecer injustamente por lo incompleto- es su labor como crítico y su papel como director de la magnífica revista Nueva Forma). Para mí, una de sus mejores facetas fue la de profesor. A mí me salvó.
Qué fácil es examinar el trabajo de un alumno y restregarle por las narices todas sus carencias, sus torpezas, sus errores y sus ignorancias. Eso lo puede hacer cualquiera. Lo que de verdad tiene mérito es ver en él lo que ni siquiera ve él mismo: Ver una posibilidad, un germen, un algo en potencia. Y, confiando ciegamente en ello, sacarlo a la luz. Hay que ser muy hábil, muy intuitivo, muy inteligente, muy paciente, pero, sobre todo, muy generoso.
Qué difícil es todo eso.
Igual que Miguel Ángel decía que veía la estatua dentro del bloque de piedra y que él se limitaba a quitar lo que sobraba, así Fullaondo vio que dentro de mí había algo (que, repito, no lo veía ni yo; yo menos que nadie), y con tesón y optimismo lo fue sacando a la luz.
Pero, aún mejor que Miguel Ángel, la misión del profesor no es solo quitar. También tiene que poner. Quitar prejuicios, frenos, torpezas, etc, y poner conocimiento, habilidad, destreza, etc. La misión de un profesor es sagrada en todos los órdenes y todas las edades, y si un incompetente, torpe, perezoso o derrotista te puede amargar la vida y mutilarte para siempre, uno creativo, paciente y generoso te puede dar alas.
A mí me salieron unas alitas no para tirar cohetes ni celebrar la gran orgía del talento arquitectónico, pero sí para hacer una carrera ascendente año tras año, coronada por un Proyecto Fin de Carrera apasionante, en el que me lo pasé divinamente y con el que salí «por la puerta grande», que es lo menos que merece un alumno de arquitectura después de tantos años y tanto trabajo. Los profesores que no consigan eso de sus alumnos ya pueden agachar las orejas e irse a su casa a no dar más por saco.
Yo no solo hice un PFC divertido, alegre, feliz, exitoso, etc, sino que, ya puestos, me matriculé en doctorado, cosa que nunca había pensado hacer y que también hice (con no menor éxito y alegría) porque Juan Daniel Fullaondo me conminó a ello.
Podéis imaginar lo apasionante que es hacer una tesis doctoral con uno de los arquitectos más cultos de Europa, que te aporta ideas, te sugiere libros, te los presta… (los tenía todos: todos los del mundo).
Hablaré más veces de Fullaondo. Varios compañeros de clase han leído la primera parte y me han comentado detalles que merecen entradas aparte. Sí: También hay unas gallinas pendientes. Ya iré con ellas.
Hoy, para terminar, solo quiero decir dos cosas más: La primera es que otros alumnos de otras clases se metían a veces con el «sistema Fullaondo» porque lo veían poco serio. Demasiado jijijí y jajajá. A ellos les medían con escalímetro los anchos de pasillos y las huellas y tabicas, mientras que nosotros hacíamos lo que nos daba la gana. Siempre ha habido una lucha sorda entre Don Carnal y Doña Cuaresma. Yo tengo que decir que, ya como profesional, he construido VPOs observando toda su espesísima normativa, y he cumplido códigos de accesibilidad y CTE sin que el hecho de haberme formado con Fullaondo me haya incapacitado para ello. No consta en ningún sitio que para ser competente haya que languidecer con profesores aburridos y crueles, ni que para aprender tenga uno que ser humillado. Lo siento por los que han padecido y siguen padeciendo a profesores impotentes, incompetentes o sádicos.
La segunda la digo ahora con alborozo, pero en su momento me pesó: Es que Fullaondo tenía una gran debilidad por los alumnos con un poco de cara dura (con la dosis justa; tampoco nos pasemos). Le gustaba la gente un poco pícara, y apreciaba las «excusas creativas». Alguna que otra vez se deshizo en carcajadas ante una explicación de un alumno que no le entregaba un ejercicio completo. Si esa justificación era lo suficientemente buena e ingeniosa le valía más que el propio ejercicio. Esto (lo he comprobado muchos años después) era un entrenamiento estupendo para la vida. Pero yo, como era concienzudo y cumplidor, me indignaba ante las que consideraba injusticias. Me daba cuenta de que a mí Fullaondo me había favorecido muchísimo, pero veía que a otros les favorecía aún más. (¿Se podrá ser más desagradecido?). Me hizo arquitecto, me hizo doctor y me hizo profesor, y, como dije el otro día, creo que no pasa un solo día sin que, al menos por un instante, no le dé las gracias.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · noviembre 2012