La memoria furtiva y fugitiva se nos presenta prontamente como aliada y traicionera. Si, aparece sin previo aviso, nos asalta donde ella elija o considere darnos un tropiezo: intenta -sin que lo sepamos- salvarnos o traicionarnos, dependiendo del llamado silencioso que le hagamos por la calle del recuerdo, es que ella nos elije (primero nos señala). En aquel andar -sin prisa aparente-, ese que en cada paso vamos agotando el atardecer, el mismo que nos persigue construyendo con nosotros una sombra delgada y extensa, reduciendo -aparentemente-nuestra corporeidad a una delgada y raquítica línea.
Es así como nos llegan las cosas, nos detienen, nos advierten, nos hacen mirar a cada lado antes de dar el siguiente paso, las mismas que antes de atropellarnos se van mezclando, separando o fraguando en ese “no hacer” previo al proyecto. Ya cuando aparece, es como si saliera de entre la multitud, como quien va apartando gente al intentar buscar a un ser amado extraviado.
Así es que aparecen las ideas y las cosas; las aparentemente útiles y las aparentemente descartables. Aquellas que luego ya serán nuestras, desde luego sin que hallamos inventado nada.
Aparecen también fijamente, como una estaca caída del cielo que marca los límites de lo imaginado, con algunos rasgos poco visibles de lo que está aún por aparecer.
Así se presenta finalmente la idea; descartada y repelida por el cuerpo convexo, o adoptada y cobijada por el cuerpo cóncavo, que es finalmente quien nos habita.
Aun así, sentimos que ambas nos viven a su manera, por lo tanto ninguna será exiliada de nuestra mente; unas nos obligan a recorrerlas por todo su contorno visible, y otras nos albergan en el reverso del contorno, intentan abrazarnos, detenernos, retenernos, dejarnos a la espera de algo, involucrarnos en su formalidad sin comprometernos. Así surgen las ideas, cuando nos llaman.