«En las catedrales ya nadie reza fuera de las horas preestablecidas. Ningún creyente se abandona al recogimiento siquiera un instante durante su paseo turístico. Es posible que hayamos perdido hasta nuestra capacidad de emocionarnos —de llorar, dice James Elkins— también frente al hecho artístico. Y la hemos perdido porque carecemos del tiempo necesario, porque no regresamos a ver, porque despreciamos lo que tenemos cerca y apreciamos lo que está lejos. Porque nuestros museos y monumentos, con su masificación y su iluminación cuidada, con su orden, con sus programas guiados para turistas, nos alejan de cierto sentimiento trascendente, sea el que sea para cada uno».
Estrella de Diego: Rincones de postales. Turismo y hospitalidad
Hace casi una década, a raíz del proyecto de un centro de arte contemporáneo, escribí una pequeña reflexión sobre el papel de los museos en la sociedad actual. Entonces tomé de Magritte una metáfora para simular la contradicción imperante en el panorama museístico del momento, dónde coexistían dos hechos aparentemente opuestos: eran instituciones inmersas en una gran crisis y, sin embargo, nunca en la historia habían despertado tantas expectativas.
La riqueza de la paradoja se manifestaba también en el concepto de «museo de arte contemporáneo»: por una parte, nos remite a un lugar dónde se almacenan objetos para ser examinados, conservados y, en cierta manera, congelados en el tiempo; por otra, el arte contemporáneo reclama convertirse en algo cada vez más conceptual, público, e incluso efímero.
Progresivamente, los avances tecnológicos permiten el acceso libre desde cualquier lugar del mundo a una inmensa galería virtual con obras artísticas de todos los tiempos, generando un nuevo tipo de museo, una estructura intangible, abierta y compartida dónde los creadores edifican sus parcelas y dónde cualquier individuo puede convertirse en autor, como reclamaban muchos artistas.
El museo actual ha querido buscar otros caminos alternativos, complementarios al espacio expositivo: ciclos de actividades, talleres didácticos, mediatecas, tiendas y cafeterías… mientras intenta pervivir como el lugar dónde cada persona pueda tener un encuentro directo, vivo y personal con la obra de arte.
Recientemente he podido leer el interesante libro de Estrella de Diego Rincones de postales, dónde dedica el capítulo «Focos sobre la historia: museos y catedrales» a reflexionar sobre la actualidad de estos espacios, observando cómo han cambiado los museos porque su público también se ha transformado, ese público que retrata magistralmente Struth en sus series fotográficas.
«No solo son ahora mucho más abundantes, sino mucho más distraídos, piensan en sus cosas mientras el guía o la autoguía, muy popularizada, va explicando las salas. Da igual lo que tengan delante, nada consigue atraparles genuinamente».
Y así, mientras el visitante pierde la capacidad de emoción, los museos siguen proliferando por todo pueblo y ciudad, invadiendo lugares y recursos públicos independientemente del interés de su contenido. O incluso más grave: tristemente vacíos.
Hace una década escribí que el museo debería ser un lugar acogedor, dónde lo más importante fuera lo expuesto en su interior y no el propio museo, y que su presencia en una ciudad debía ser la de un organismo vivo abierto a la gran diversidad de manifestaciones que la sociedad pudiera ofrecer, desdibujando las fronteras entre lo privado y lo público, entre la obra de arte y la cultura de lo cotidiano, y ahora añado: dónde el visitante recupere la capacidad de emocionarse porque, como bien lo expresó Estrella de Diego, «cada vez quedan menos lugares donde soñar».
Antonio S. Río Vázquez . Doctor arquitecto
A Coruña. noviembre 2014