Søllerød
Para Malu y Tobias, en bicicleta
Después de pedalear apenas un par de minutos desde el apeadero del tren se nos aparece la fachada gris verdosa como recortada sobre el oscuro fondo invernal de abetos y abedules. Dejamos las bicicletas en el pequeño aparcamiento lateral y entramos en el ayuntamiento. Nadie nos pregunta a quién o qué vamos a ver, y viniendo de una tierra tan desconfiada como la nuestra, eso no deja de sorprender. Y aunque cien veces visto en fotografías no deja de sorprender también la extraordinaria calidez del pequeño vestíbulo en el que acabamos de entrar.
Su claridad parece que busca desmentir el cielo gris exterior e imprimir al interior la alegría de la luz del sur -la misma luz de la que en la foto parece protegerse Arne Jacobsen con ese extraño sombrero-. Es fácil que enseguida la mano se lance a tocarlo todo: la curva perfecta del banco junto a la ventana, la limpia tersura de la pared pintada, el vidrio opal de las lámparas de pared, la madera de la barandilla que se enrosca para proteger la entrada del ascensor acristalado o la delicada pieza de mármol que se curva ligeramente en el suelo para hacer de zócalo.
Son materiales reunidos con tanto esmero, que mientras uno se pasea entre ellos se le viene a la cabeza lo que pensaría el todavía joven Jacobsen mientras tal vez también en bicicleta iba de la obra a los talleres de metalistas y carpinteros para seguir la confección de sus diseños, y de aquellos de nuevo a la obra, teniendo en la cabeza a la vez las partes y el todo, pendiente de que sea éste el que se salga con la suya, evitando siempre el amaneramiento, pensando todavía en qué haría en su lugar su maestro Asplund. Siempre ensimismado en sus cosas mientras la barbarie y el asesinato en masa campaba a sus anchas por Europa y amenazaba a su propio país y a él mismo.
Esa sensación de totalidad, de integridad de las partes en el todo, y la idea de civilización y de transparencia que transmite ese todo no deja de acompañarnos cuando continuamos con la visita al edificio, primero bajando a las salas donde se encuentran las oficinas municipales, donde Tobias se ha citado con los jóvenes responsables de una empresa de mobiliario que busca reeditar varios de los muebles que su abuelo diseñó para el ayuntamiento.
Para la ocasión han traído un prototipo casi terminado y lo comparan con uno de los originales que se encuentra todavía en uso en el propio edificio. Sorprende una vez más el cuidado con que buscan reproducir la curva del respaldo tapizado o el delicado dibujo de la pequeña pata de madera de la butaca, lo hacen sin prisa, con la concentración propia del investigador, lo que habla del respeto y la admiración con la que buscan reeditar la pieza, y del celo con el que el nieto vela por la obra del abuelo.
Una persona de la oficina técnica nos enseña amablemente los planos originales del edificio y nos acompaña en el resto de la visita. Caminamos viendo las salas de reuniones, los corredores y la sala de plenos, comentando las circunstancias de la construcción o el trabajo que han de realizar en la actualidad para mantener el edificio en uso, caminamos por suelos acolchados y silenciosos, con la compañía del aroma de la madera de cedro, y de una luz cada vez más tenue y confortable, salpicada aquí y allá con la viveza de los brillos en las guarniciones de latón.
Al no entender el idioma extraño que nos acercan las puertas abiertas de las distintas estancias, nos dedicamos a ver, a tocar y a oler. Un olor muy diferente, seguro, pero también el mismo que encontró Bolaño cuando al fin encontró la paz en Blanes, aquel que él reconoció como el olor de la democracia, la historia y la civilización.
José Valladares, arquitecto
Compostela, febrero de 2013