La cartografía por excelencia del territorio de la intimidad, lo dibuja sin duda, la vivienda, es decir, el espacio en el que desarrollamos nuestra vida doméstica, es la única estructura programática de la arquitectura, en que pasamos de la condición pública y social a la condición privada y subjetiva, cerrada e íntima. En la vivienda podemos proyectar nuestro yo en un ámbito extraordinariamente reducido, podemos construir un núcleo de relaciones muy pequeño, al que solemos llamar familia, o incluso podemos abordar el proyecto de ese yo desde la más estricta soledad.
Curiosamente, la vivienda, el espacio más intencionado y libre, el que podemos manejar como usuarios a nuestro antojo, es el espacio que menos compartimos socialmente. Las lógicas de lo íntimo, incluso de lo introspectivo, que se dan en toda vivienda, responden a la necesidad del ser humano de proyectar y construir estructuras simbólicas para entender el caos de la vida. Mediante estas construcciones codificamos no tanto lo que somos, sino en muchos casos lo que aspiramos a ser.
A la vez, y en paralelo a esta construcción simbólica, en la intimidad de la vivienda, procuramos rodearnos de todos los artilugios necesarios para evitar el trabajo rutinario de la domesticidad. Es decir, adquirimos un gran número de máquinas y artilugios que permiten por ejemplo, mantener los alimentos frescos, y de esta forma evitar ir a comprar a diario, lavar la ropa, y de esta forma, evitar desplazarnos a lugares habilitados para ello, cocer de muy diferentes formas los alimentos, sin la necesidad de ir a por leña, etc.
La historia de la vivienda es la historia del progreso tecnológico y la historia de la construcción simbólica de quien somos. En cierto sentido, es la historia del morar y de la memoria, es decir, el hogar simbolizado por el pensamiento, que se remonta a los tiempos del fuego y la caverna platónica, encarna en sus habitantes la memoria de una práctica atávica. La práctica antropológica de la domesticidad, por un lado, la práctica filosófica y poética de la intimidad, por el otro. Y el hecho de proyectar y construir el yo en esa morada no deja de ser un ejercicio cíclico de construir la propia memoria.
Ningún otro espacio como el del habitar, el de morar, es tan recordado, ni tiene un uso tan intenso, tanto en cantidad como en la calidad de los hechos que ocurren en su interior.
Para llegar a la socialización de ese proyecto vital que consiste en habitar, la historia nos enseña que la casa, arquetipo de la cabaña primitiva, ha sufrido innumerables transformaciones, si bien, es evidente que hay dos ámbitos de transformación. Por un lado todo aquello que afecta a las condiciones de habitabilidad de una vivienda, pero que no forman parte de la misma. Me refiero por ejemplo a los complejos sistemas de alcantarillado. Por otro lado, las transformaciones técnicas del continente, del edificio mismo, al que llamamos casa.
Para entender las implicaciones de ambos tipos de transformación, nada mejor que echar la vista atrás.
Antiguamente el espacio donde morar era un simple refugio, un lugar donde sentirse a salvo de la salvaje naturaleza. Todas las necesidades básicas exceptuando el dormir, el momento del día que en términos de supervivencia somos más vulnerables, se daban en el límite físico del refugio o directamente fuera de él. Nuestros antepasados usaban los ríos para la higiene, cocían en la entrada del refugio y no dentro, para no embrutecer el aire, no había un concepto de familia, sino más bien de tribu, con lo que la asociación de sujetos tenía como interés común, defenderse y reproducirse para sobrevivir. Evidentemente, en esa época no podemos hablar de intimidad, ni de proyección simbólica.
La evolución de la vivienda, va íntimamente ligada al nacimiento de la ciudad moderna. Ante el nivel de aglomeración de ciudadanos en un territorio reducido, y teniendo en cuenta que el hacinamiento de las ciudades medievales provocaba un gran número de infecciones y enfermedades, las corrientes higienistas de la primera mitad del siglo XIX, impulsadas por el periodo de la ilustración, llevan a gobernantes y sobre todo a médicos a introducir criterios de salud pública encaminados a atajar el cólera o la fiebre amarilla. El higienismo tenía como ejes fundamentales la protección del aire, el agua y el sol.
A partir de allí podemos imaginar rápidamente como la ciudad se transforma para dar cabida a viviendas saludables. Se generaliza el alcantarillado, se tapan fangales, se alejan las industrias, cementerios y mataderos de los núcleos habitados, más tarde se canalizan los sistemas de agua potable, se dota a las viviendas de electricidad, etc.
En definitiva, mucho antes de poder proyectar simbólicamente sobre la vivienda cualquier tipo de aspiración, se necesita que todas las infraestructuras del confort estén totalmente habilitadas y en pleno funcionamiento.
En el interior de las viviendas, las corrientes higienistas predican la ventilación natural y a poder ser, cruzada de las estancias, la orientación adecuada para que el sol ilumine y caliente los espacios principales, se proclama la necesidad de instalar baños y cámaras de higiene en cada vivienda, se reglamenta la altura mínima de los techos, etc. Posteriormente, la introducción de la energía en forma de red eléctrica, y después en forma de lo que comúnmente llamamos gas ciudad, convierten cada una de las viviendas es una terminal de una vasta red infraestructural y de esta manera se abre la puerta de par en par a la avalancha de electrodomésticos que tienen como fin, liberar tiempo de calidad para nuestra construcción social y privada.
Hoy en día, no hace falta decir que no admitiríamos una vivienda sin un sistema de evacuación de residuos, ni la entrada de fuentes de energía. Y no queda demasiado para que no podamos admitir tampoco, la falta de acceso a las infraestructuras de información y datos, tanto de comunicación vía voz, como la entrada de datos vía internet.
Este último aspecto además introduce una nueva reflexión en tanto que nos permite comunicarnos de forma inmediata con cualquier lugar o persona del mundo, sin salir de casa. Por tanto, ¿Qué tipo de casa vamos a necesitar en un futuro muy próximo, que prácticamente es ya presente?
Quizás, de forma un poco exagerada, podría decirse que toda la evolución del espacio doméstico ha sido una lucha contra la rutina y a favor de la optimización del tiempo, para poder invertir ese tiempo sobrante, con ciertas condiciones de confort, en la labor de mapificar, proyectar y construir los territorios de la intimidad.
Y quizás también no somos conscientes del todo de la importancia de esa construcción, simbólica y física, o mejor dicho, tan simbólica, como física. Tan intelectual, como práctica.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, mayo 2013