Servir al habitar, ser útil al habitar y al habitarse, eso es lo que hacemos; primero somos, después nos reconocemos, luego creamos, y finalmente servimos al habitar (como seres útiles).
Nos mesuramos, nos abordamos, nos contenemos, para luego diluirnos y ser parte indisoluble del hecho habitable. El espacio nos recibe, nos reconoce, nos adopta, deja que nos adaptemos, nos envuelve, nos engulle, y luego nos va dejando ir poco a poco, nos permite dejar huellas de nuestra hechura en él, y sólo es capaz de dejarnos ir hasta haber sentido que nuestra alma se ha amalgamado ante sus designios. Aquellas huellas, aquellas marcas que dejamos “cuando usamos” cada día van dando cuenta de nuestros actos, de lo que somos, de cómo nos hemos construido, de lo que hemos sido, y de lo que aún nos falta por “ser”; también de lo que contamos cuando ya nos hemos ido; y como los recodos cuentan sin aliento nuestra vida, aquellos que aun escriben historias impregnadas sobre los materiales: testigos de nuestra vida que hemos ido dejando por doquier, como nuestros hábitos y costumbres que sobre las señas de nuestros movimientos y sobre la vida yacen desgastadas.
Servir al habitar es justificarse de algún modo ante la vida, es ser amo y esclavo de nuestros ritos, de nuestra rutina, de nuestros olvidos, de nuestros recuerdos: es ser parte de ese espacio, sin que nos hayamos percatado de que aquello nos hacía falta para habitar.