La percepción que tenemos del paisaje urbano es siempre múltiple, lateral y solapada. No es solamente la visión la que domina la percepción, el oído, el olfato y el tacto tienen un papel importante. La amalgama de información multisensorial que concurre al convivir con un entorno urbano determinado, construye un arquetipo que de forma instantánea confrontamos con nuestra memoria del lugar, o de lugares parecidos.
Es más, la manera como nos relacionamos con un paisaje determinado viene fuertemente influenciada por nuestro estado de ánimo. Un mismo lugar puede parecernos agresivo, cuando unas semanas antes lo contemplábamos con placidez. Para acabar de complicarlo todo, en un espacio urbano determinado se dan pautas más o menos repetitivas a lo largo del día o la semana, pero existen un sinfín de aspectos que no se repiten y que van ligados con el momento desde el que se observa. La luz, la temperatura, la estación del año, la meteorología, y una larga lista de interacciones hacen que no hay un solo paisaje igual, dentro del mismo paisaje.
En otras palabras, la construcción de un paisaje urbano viene mediada por una constelación interactiva de estímulos y relaciones y no por una realidad física determinada y asilada. Ya sabemos que la arquitectura nunca existe aislada.
Cada edificio tiene cierta conexión con los otros que están junto a él, detrás de él, al doblar la esquina o en la misma calle, con independencia de que su arquitecto lo pretendiese o no.1
Lo que ocurre con los objetos arquitectónicos individuales es que interaccionan con otros objetos cercanos, con los vacíos que en forma de calles o plazas, lo circundan, y sobre todo, con los objetos arquitectónicos que tenemos instalados en la memoria. Y es que la
arquitectura consiste en la creación de lugares y en la creación de memoria.
Así es imposible determinar las claves del éxito de un paisaje urbano a priori, y en el mejor de los casos, solamente podemos entender el valor de un trozo de ciudad a posteriori, al experimentar ese espacio, al aprender de él y posteriormente reflexionar sobre él.
Entonces, ¿Cómo reconocemos un lugar como propio? ¿Qué mecanismos se dan en un paisaje urbano determinado para que lo hagamos nuestro? No hay una respuesta sencilla.
En realidad sospecho que la percepción de un paisaje determinado solamente construye una pequeña parte de la realidad. La otra, la parte más importante la construye el observador. Sospecho que lo que fundamentalmente ocurre es que construimos una idealización de un paisaje urbano determinado, y esa construcción nos ayuda a parametrizar la información recibida al volver una y otra vez a un lugar. Quiero decir que construimos una fenomenología propia idealizada, a través de la cual hacemos pasar el paisaje que observamos.
El resultado es que percibimos un paisaje transparente, un paisaje que no está presente de forma material, sino que viene inducidamente construido a partir de nuestras experiencias acumuladas en él, y su confrontación con una construcción idealizada que nos hacemos del mismo.
En definitiva, dada una realidad física urbana concreta, cada observador construye un paisaje urbano propio, idealizado, personal e intransferible, a partir del cual reacciona y fragua una relación, tanto emocional como intelectual. Nos relacionamos con el mundo a partir de paisajes transparentes, que solo habitan en nuestra consciencia. Podría decirse que la ciudad es un sinfín de paisajes transparentes superpuestos.
Max Nordau tiene un pasaje escrito en 1892 que ejemplifica la dimensión multiformato y sobrestimulante que tiene el paisaje contemporáneo.
El final del siglo veinte albergará a una generación a la que no le molestará leer una docena de metros cuadrados de periódicos al día, que le llamen por teléfono constantemente, pensar en los cinco continentes del planeta de forma simultánea, pasar la mitad de sus vidas en vagones de tren o máquinas de volar y que sabrá cómo encontrar la tranquilidad en medio de una ciudad poblada por millones de personas.2
Por ser una predicción de hace más de un siglo, no estamos demasiado lejos de lo escrito por Nordau. ¿Quiere esto decir que no importa la intencionalidad en el proyectar urbano, si finalmente múltiples situaciones, algunas de ellas ni tan siquiera programadas, van a surgir, y afectarán la lectura y la percepción que se tenga de la ciudad resultante?
¿Cómo entonces es posible proyectar un entorno urbano desde una disposición tan fluida de pequeñas certezas, y de cambios constantes? ¿Puede realizarse el acto de proyectar desde una multivalencia?
Pensar, proyectar y vivir la ciudad siempre será complejo, y fascinante. En realidad, actuar sobre una realidad urbana y transformarla, es un acto de valentía sin precedentes. En primer lugar, el espacio destinado a su uso nunca será en primera persona. Es decir, proyectaremos sobre los otros, para los otros y de hecho a partir de los otros.
Quizás una de las claves para entender el proyecto contemporáneo de la arquitectura, el urbanismo y el paisaje es entender que no cerramos propuestas, sino que creamos condiciones. Condiciones para que la vida urbana tenga lugar con usos y vivencias, previstos y no previstos. Condiciones para un confort razonable, una comodidad y una construcción de múltiples identidades posibles, condiciones para que miles y miles de historias personales encuentren su lugar, y que ese lugar, será percibido e idealizado de formas muy diferentes.
El proyecto, dicho así en singular, no puede ser un espacio cerrado a otras realidades que la del proyectista. Al contrario, proyectar significa proponer una situación delimitada físicamente, técnicamente, operativamente, para que sea posible la producción de realidades múltiples. Es otras palabras, en arquitectura debemos entender la realidad física construida como una infraestructura para la vida, más que como una estructura significativamente cerrada. De esta forma daremos la oportunidad a que ese espacio se vuelva productivo a partir, y según, la actividad que miles o millones de usuarios desconocidos le vayan a dar.
Dar a nuestros proyectos una dimensión temporal, con capacidades como la mutabilidad, la transformación, y dotar los proyectos con la potencialidad de usos no previstos, debería ser nuestra aportación de valor como responsables de la construcción de la ciudad. No podemos forjar la imagen que de cada rincón de la ciudad va a tener cada uno de nuestros conciudadanos. Pero si podemos dotar de las mejores condiciones para que el paisaje urbano se vuelva productivo, ya esté basada esta producción en la construcción de identidades culturales, la interacción de relaciones sociales cohesionadas, la manifestación de acciones políticas en tanto que individuos de la polis, la creación de valor económico traducido en plusvalías que reviertan directa o indirectamente en el ciudadano, o entender la ciudad como un campo de desarrollo tecnológico para la producción, la acumulación, la distribución y el consumo de energía e información.
Si llegamos a proyectar desde estas claves y dejamos que fenomenológicamente el espacio resultante llegue al usuario final, conseguiremos aportar los ingredientes clave para que cada individuo consiga realizar la construcción de su paisaje transparente, íntimo e incondicional.
Y lo conseguiremos porque será un paisaje vivo y vivido por los demás.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, febrero 2013
Notas:
1 GOLDBERGER, Paul, Por qué Importa la Arquitectura, Ivorypress, Madrid, 2012
2 NORDAU, Max, Degenerations (1892), Suspensiones de la percepción, atención, espectáculo y cultura moderna, Akal, Madrid, 2008
«Si llegamos a proyectar desde estas claves y dejamos que
fenomenológicamente el espacio resultante llegue al usuario final,
conseguiremos aportar los ingredientes clave para que cada individuo
consiga realizar la construcción de su paisaje transparente, íntimo e
incondicional.
Y lo conseguiremos porque será un paisaje vivo y vivido por los demás.»
Miquel Lacasta