Imaginemos el remoto momento en el que nuestros antepasados inventaron el mecanismo de las escaleras. El recurso físico de poder subir o bajar andando una pendiente con facilidad. La feliz ocurrencia de disponer sucesivos planos horizontales desplazados en vertical y diagonal con los que ir superando un cambio de nivel. Casi cualquier cambio de nivel.
Las escaleras han permitido durante milenios conquistar la vertical, traspasar obstáculos, de una manera tan sencilla como perfecta.
En consecuencia, el diseño de las escaleras, por inmejorable, no ha podido ser superado.
Pero la moderna inclusión de la electricidad en la edificación supuso desnaturalizar muchas convenciones. Incluir muchas posibilidades «ingeniosas».
Las escaleras mecánicas irrumpen en la arquitectura como un icono del maquinismo. No en vano fue un ingeniero el que a finales del siglo XIX las puso en funcionamiento por primera vez en la ciudad de Nueva York. Lo que provocó todo una explosión de novedad y asombro en los miles de usuarios que se apresuraron a vivir la experiencia. Toda una experiencia.
Hoy lógicamente ya nadie se sorprende de tal atrevimiento. Pero no hay duda que empezó siendo un alarde técnico para irse convirtiendo en un artefacto de lo más confuso.
Curiosamente, aunque su fin sea el opuesto, no creo que haya nadie que no se sienta un tanto incómodo al utilizar una escalera mecánica.
Es un artilugio muy ambiguo. Los escalones tienen una dimensión desproporcionada para subir o bajar andando cómodamente, aunque sistemáticamente la mayoría de las personas que las usan procedan a utilizarlas de ese modo. Cuando se va a entrar o salir se produce un momento tenso. Inseguro. De un calado tal que a menudo los ancianos, los niños o las personas con movilidad reducida tienden a evitarlas.
Pero lo peor es cuando, una vez en la plataforma elegida para iniciar el viaje, uno se descubre en una posición inquietante. El movimiento es dinámico y estático a la vez. Diagonal en el espacio. Y la posición relativa con respecto a los demás viajeros es poco menos que ridícula. No sólo se invade el espacio de proximidad a una altura inusual en situaciones de aglomeración sino que, a su vez, la mirada ha de forzar su dirección natural para evitar conflictos físicos.
Es un mecanismo elevador, transportador, que en teoría ayuda a las personas a no cansarse al salvar niveles. Pero si comparamos el valor de su eficacia frente a sus inconvenientes físicos y psicológicos se podría decir que es sencillamente mejorable. Por no entrar en cuestiones estéticas.
En arquitectura lo que se mueve suele ser conflictivo. Lo que tiene vocación de ser estable difícilmente puede funcionar como inestable.
¿Podríamos imaginar, por ejemplo, que la estructura portante de un edificio fuese mecánica? Que se pudiera mover a voluntad para adoptar nuevas configuraciones o localizaciones.
Mucho me temo que no todas las transgresiones son afortunadas.
Los edificios tienden a incluir cada vez más comodidades pero, por favor, las escaleras que no sean mecánicas.
Que sean escaleras.
Sergio de Miguel, arquitecto
Madrid, febrero 2010