Son los límites de la mirada los que construyen esas estancias que – al ojo de quien no ve – pueden significarse vagas de espacio, pero que en realidad están ya constituidas de nosotros mismos, de rastros de nuestros actos. Esos “aquellos lugares” que al tocarlos con el alma se convierten en hogares, en cálidas estancias; cómplices silenciosos de nuestras acciones, que se van amalgamando paso a paso con nuestra vida cotidiana, construidas con la balada del habitar, que se confunden -al ojo de quien ve- con nosotros mismos, hasta vaciarnos en nuestro interior y olvidarnos que habitamos.
Hay lugares que yacen vacíos de nosotros y hay lugares llenos de quienes se ven en él, porque es la mirada de quien ve la que construye, es la capacidad que nos encuentra en ese momento inminente intentando alcanzar esos límites ya claros; “es ocupar” – con el empuje que traen los anhelos – esos lugares que están destinados a ser parte de nuestras vidas; unos con su sutileza casi invisible, y otros con la advertencia de desaparecer si es que no dejamos que la vida nos construya junto a ellos.