«…El lugar sólo se puede construir desde el fluir de la vida.»
La arquitectura, tal como cada día la entendemos más y más personas y colectivos, es el conjunto de modificaciones introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer las necesidades humanas cotidianas.
El texto de Heidegger “Poéticamente habita el ser humano sobre la tierra” -a partir de un poema de Hölderlin-, acaba diciendo: “el poetizar es la capacidad fundamental del habitar humano”. Esta concepción también la recoge Gaston Bachelard en su hermoso ensayo La poética del espacio.
A donde quiero llegar con todo esto, es a la indispensable conversión del espacio público de la ciudad en un lugar para que el ser humano habite. Y para que pueda hacerlo poéticamente con todas sus contradicciones.
Esta cuestión es fundamental para rescatarlo del llamado urbanismo global descontrolado, propio de los últimos tiempos de inconsistente bonanza económica. Un urbanismo al servicio del disfrute de unos pocos privilegiados, en el que no se ha tenido en cuenta a todas las personas a las que va destinado. Un urbanismo de recintos vallados, de plazas duras, de centros comerciales, de división de funciones que llevan a grandes desplazamientos privados en automóvil discurriendo por las autopistas de la nada.
Y en las que las redes de intereses económicos se han encarnado en figuras como el dueño del suelo o el promotor, así como arquitectos y políticos que les han acompañado en su delirio, verdaderos destructores de la ciudad actual. Han conseguido enormes beneficios, eso sí, a cambio de una deshumanización sistematizada y un crecimiento incontrolado de las urbes, causa principal del aumento de la contaminación y del impacto medioambiental.
Afortunadamente cada vez se entienden más los conceptos como el urbanismo de los afectos o la sostenibilidad afectiva, la planificación flexible o el urbanismo emergente.
Una nueva generación de jóvenes arquitectos y arquitectas está abandonando su tradicional servicio al poder económico y a su ego particular y se está acercando a una sociedad civil comprometida. La ciudadanía comienza a integrar este nuevo concepto de arquitectura y de espacio público en sus lugares comunes, como la igualdad en lo cotidiano, las relaciones, la cultura o la reivindicación social.
Proponemos, por tanto, como instrumento para el cambio, un entendimiento poético -y por lo tanto lúdico y afectivo- del espacio público. Por el que recibamos el cobijo necesario e indispensable como referencia para nuestra vida diaria. Deseamos crear espacios que nos alberguen, donde nos sintamos bien e identificados.
Porque la verdadera arquitectura da forma al ambiente y aposenta dentro de sí a los seres que lo habitan. Y les da sentido. De nuevo surge el termino habitar ligado al del lugar que lo sustenta, como universo compartido de reconocimiento. Entendiendo el espacio público de la ciudad como un lugar para el encuentro y la participación. Como un bien público por definición, lo que significa que pertenece a toda ciudadanía que puede hacer uso de él sin exclusiones. Con el respeto debido, eso sí, hacia los demás y al medio ambiente.
El espacio público se puede entender, entonces, como un espacio democrático y político, cuyo protagonista es ese ser (nosotros) al que llamamos ciudadano.
Para que así sea, se hace necesario repensarlo, reinventarlo y humanizarlo, involucrando a los habitantes de manera colaborativa. Utilizando las nuevas tecnologías y las redes como plataformas sociales. Con una planificación que vaya desde abajo a arriba (y no al revés), que sea flexible, ágil y, sobre todo, transparente. Educando, asimismo, en el espacio, a la infancia para que el concepto de ciudad, asimilado como la “casa de todos”, se integre y se extienda.
Este espacio público habitable es el instrumento para el cambio que proponemos para una sociedad nueva, humanista y solidaria.
Cristina García-Rosales. arquitecta
madrid. septiembre 2011