El realismo es algo que te turba…
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Así se expresa Francis Bacon en la serie de conversaciones que tuvo con Franck Maubert durante diferentes periodos de su vida y que quedan recogidas en el libro del que he tomado el título de este artículo, El olor a sangre humana no se me quita de los ojos.1
A lo largo de las sucesivas entrevistas, Maubert y Bacon van desgranando las obsesiones del artista. La imagen de la carne, los versos de Yeats, ciertas fotografías, la niñera que grita de la película de Einsestein, El Acorazado Potemkin, etc.
Bacon hablaba de este caleidoscopio de estímulos como de auténticos detonadores que lo impulsaban a pintar, de forma totalmente intuitiva e irracional. Explosiones en su interior que lo obsesionaban hasta el extremo, y que lo obligaban a pintar, días, o semanas seguidas hasta poder apaciguar la fuerza de ese catalizador.
Hay algo de esa fuerza telúrica que se transmite en sus pinturas. La carne torturada, las caras retorcidas aullando, el rojo intenso de muchas de sus composiciones.
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En una combinación mágica entre arte y arquitectura, tuve la oportunidad de toparme con el famoso retrato original de Velázquez del Papa Inocencio X en el Palazzo Doria de Roma del que Bacon realizó cerca de 40 interpretaciones durante su vida.
Tanto la obra de Velázquez como las sucesivas de Bacon tienen esa capacidad de trascender el hecho pictórico y convertirse en una atmósfera por sí misma. En el caso de mi encuentro con el Inocencio X de Velázquez, la pequeña historia particular todavía me impresiona.
Sabía que la obra se encontraba en las dependencias del majestuoso palazzo romano, atravesé sucesivas galerías extasiado con los Caravaggio, Bruegel, la anunciación de Filippo Lippi y la sensación de estar en una nube estética, donde los sentidos se abotargaban a cada paso. La promenade no dejaba ni un respiro. El edificio mismo, sus galerías, la luz turgente del invierno Romano y la densidad de su tempo, iban preparándome, sin saberlo, para lo mejor.
Cuando prácticamente desistí de encontrar el retrato de Velázquez, en una de las atiborradas galerías, adiviné a mano izquierda una puerta abierta, tímidamente escondida entre esculturas de mármol y los artesonados del techo. Creo recordar que en ese instante ya había olvidado la intención de plantarme cara a cara con el brutal retrato que recordaba de fotografías y de la historia que ya conocía entre Bacon y Velázquez.
Al entrar, en una penumbra todavía más densa de lo imaginable, iluminado por una tenue luz, apareció con toda su furia el rostro adusto y severo del Papa. En un suspiro entrecortado volví a entender porque estaba allí, cual era la razón de ese viaje.
No pude hacer otra cosa que quedarme quieto, aguantar la mirada al retrato y salir huyendo de esa sala. No quiero dejar que la memoria añada más épica a ese encuentro del que ya tuvo, pero lo cierto es que quede totalmente trastocado durante los siguientes días. Esa noche tuve que volver al hotel temprano y dormir unas cuantas horas de más. Al día siguiente, como si estuviera al principio de una severa gripe, todas las articulaciones me dolían y la imagen de la cara del personaje, del que el propio Papa llegó a decir a Velázquez que era demasiado veraz, me perseguía cada vez que cerraba los ojos.
Solamente he llegado a sentir algo parecido una vez más.
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Un principio de primavera, tras varios años de intentos fracasados, llegue muy de mañana a la Fundación Maeght en Saint-Paul de Vence. Conocía también por fotografías el maravilloso edificio de Josep Lluis Sert. Sabía que un brutal ejercito de escuálidos Giacometti’s me esperaban. Hacia un sol tímido pero reconfortante para ser las 9 de la mañana. No había absolutamente nadie visitando la obra maestra de Sert. Pasé casi cinco horas rebotando entre un Giacometti y otro, tocando todo lo que pude los muros de piedra de los diferentes edificios de la fundación, aspirando el aire de los pinos bajo la cubierta cóncava de no más de 15 centímetros de hormigón y dejando que la borrachera de sensaciones me guiara de una lado al otro.
No me parece adecuado extenderme en estas notas autobiográficas que rozan la pornografía de lo sensible, pero no he podido dejar de escribir esto después de leer las conversaciones del libro que hacia referencia al principio.
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Está claro que ni toda la arquitectura, ni todo el arte puede llegar a conmocionar de esta manera. Está claro que el mundo sería invivible si a cada paso, tuviéramos un estado de éxtasis más agudo que el anterior, cuando fuéramos paseando por una ciudad cualquiera o visitando tal o cual museo. Pero también es cierto que la remota posibilidad de poder provocar un estado de turbación semejante mediante la arquitectura, es una aspiración legítima.
Quizás no son genios lo que necesitamos ahora, parafraseando al cenizo de Coderch, pero que maravilla poder toparse con alguno de ellos de vez en cuando, sea Bacon, Velazquez, Sert o el propio Coderch, y dejarse llevar, dejar detonar una bomba de estímulos, dejar que la simple contemplación de ciertas y contadas obras magníficas, de sentido de nuevo al trabajo que hacemos cada día desde nuestros talleres y despachos, los artistas y los arquitectos.
Algunos, la inmensa mayoría, como yo, eternos aspirantes a llegar algún día a acerarnos, ni que sea infinitesimalmente, a proyectar una obra de ese calibre. Otros, pocos, infinitamente pocos, a llegar a hacerlo. En realidad, con que una y otra vez lo intentemos, o nos dejen intentarlo, ya somos felices.
Es por esta única razón, por la que tiene tanto sentido aún hoy ser arquitecto.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, febrero 2014
1 MAUBERT Franck, El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, Editorial Acantilado, Barcelona, 2012. El título del libro se refiere a un verso de la Orestíada de Esquilo que Bacon evoca durante una de las charlas. El propio Maubert aclara que no ha podido encontrar la cita de Bacon y aventura que quizás es una traducción libre que Bacon usaba en francés de Las Euménides, escena 5: el olor a sangre humana me halaga. Sin embargo creo, como supongo que Maubert creyó al dar el título del libro a esa frase, que la invención de Bacon es mucho más expresiva, y que de forma brutal resume la idea de catalizador, de disparador según el artista, que necesitaba a partir de una frase o una imagen para ponerse a pintar intensamente.