Siempre pensé que los épicos años de las primeras vanguardias se construyeron a base de derrocar fetiches ancestrales, casi atávicos. La alergia a los espacios proclives a la acumulación de formas y materiales sin jerarquía aparente, de Adolf Loos, parece una negación visceral, lógica desde la perspectiva de su época, al refinamiento recargado de los atuendos victorianos, o las adocenadas e impostoras escenografías del siglo XIX y su romanticismo de raíz sentimentalista. Veo en ello un rechazo al ámbito rural, en tanto que al ser incapaz de aportar una solución tecnológica para acondicionar térmicamente un espacio, se confía en la superposición de tejidos y atuendos para llevar una especie de calefacción portátil. Esta incomoda solución más propia de los siglos XV hacia delante, se transformó más tarde en una superposición de tejidos y texturas en los interiores de las casas pudientes del siglo XIX. A mi parecer, hay una indumentaria del espacio que retumba en la memoria de las indumentarias medievales y que la modernidad intenta desbancar.
En otra esfera, el fetichismo por la máquina que profesaban los futuristas, arranca cuando se socializa el vehículo de tracción mecánica, limpio en comparación a un vehículo de tracción animal. Es decir, cuando Marinetti habla de lo limpio que es un coche, está hablando de un medio de transporte que no deja defecaciones pestilentes en medio de la calzada cada cierto tiempo. En otras palabras, el coche erradicaba cualquier escenificación de lo rural del corazón de las ciudades.
Otra de las fascinaciones arquetípicas de la modernidad es la luz. Específicamente la luz producida por una bombilla y la consiguiente red de transporte de energía eléctrica. De nuevo, puede verse ahí una voluntad de segregarse definitivamente de la debilidad de la luz artificial que produce una hoguera o una vela, tan propia del mundo rural hasta hace bien pocos años. La ciudad era luz las 24 horas del día, las viviendas debían ser blancas para reflejar el máximo de luz, la oscuridad rural era conquistada por una gigantesca red de energía que aportaba seguridad, higiene y motor de desarrollo de una infinidad de avances tecnológicos posteriores.
Si bien es cierto que no se puede caer en la tentación melancólica y nostálgica de un retorno, por otro lado totalmente falseado, de la idílica vida rural, sí que quizás deberíamos acotar tanto brillo cegador y tanta luz cauterizadora, ahora que conocemos los peligros de abusar de una modernidad mal digerida.
El fin de lo sentido cuando la luz arrasa
La luz, fuente de vida, puede ser también fuente de ceguera. Da la sensación que un exceso de luz en la arquitectura llega a matar todo misterio espacial, toda posibilidad de penumbra acogedora. Sitúa a un habitante en medio de un espacio aséptico, donde la más leve imperfección salta a la vista. El extremo de esta voluntad de construir con luz, y por consiguiente desmaterializar la arquitectura, podría ser perfectamente la casa Fansworth. Un habitáculo que solamente es aire, un lugar desprotegido en medio del bosque, a merced de todas las miradas y de todas las variaciones de la luz. En la casa Farnsworth es imposible esconderse, retirarse, descansar la mirada. Todo es visionable.
En la casa Farnsworth el problema no es la falta de intimidad, es la falta de recogimiento, de penumbra, de introspección positiva. No hay un lugar donde no se pueda tocar a tientas una pared, un objeto. El sol, la luz, arrasa cada centímetro de espacio y delata cualquier faceta sensible. La expone pornográficamente a un público de árboles y césped. En realidad la casa Farnsworth no deja entrar el paisaje a su interior a través de los grandes ventanales, es más bien que constantemente expulsa a su morador a la intemperie del bosque.
Elogio de la sombra, una elegía a la oscuridad
Toda esta innecesaria sobreiluminación de la arquitectura moderna, poco a poco ha ido encontrando en algunos casos, una contrapropuesta en cierta arquitectura contemporánea. La necesidad de recogerse, de apreciar los matices, las degradaciones y las sombras, han erigido espacios sensuales, táctiles e incluso cavernarios, en el mejor sentido de la palabra. Por decirlo de una forma más contemporánea, en las últimas décadas, quizás podemos remontarnos a los 60’s, ha surgido una concepción fenomenológica del espacio que ha desbancado la asepsia moderna.
No es por ello tan extraño que uno de los libros de referencia de la arquitectura sea el famoso libro El Elogio de la Sombra de Junichiro Tanizaki.1
El texto, como es bien sabido, desarrolla toda una alegoría a los matices, la materialidad, un completo regocijo sobre los infinitos tonos posibles del color negro. La oscuridad, es decir, la forma atávica de lo antiguamente asociado a lo rural, se transforma en una necesidad para una nueva manera de entender la belleza.
Es la sombra la que da la posibilidad de introducirse en una incierta claridad en la que Tanizaki hace converger el valor de lo matérico con el mundo inmaterial del que hablaba Lao Tse, para el que la verdadera belleza de una habitación residía en el espacio vacío delimitado por el techo y las paredes, en lugar de depender del techo y las paredes en sí. Esta misma idea del espacio como vacío lo encontramos también, aunque desde otro punto de vista, en la metafísica de Heidegger cuando dice
el vacío no es nada. Tampoco es una falta. En la materialización plástica juega el vacío como un acto fundante que busca forjar lugares.2
En ambos filósofos parece que la idea se desprendía de un ideal estético que aspiraba al vacío, en el que la verdadera belleza no podía aparecer en el mundo material si éste no se despojaba de casi todo. Era tarea de la mente, de la imaginación de quien ponía un pie entre esas paredes, completar el cuadro. En definitiva, una manera de aproximarse al espacio a través de la sensualidad lenta, gradual, casi táctil de la percepción.
Cuando esta aproximación sensible se realiza desde estos parámetros, todo parece indicar que es necesaria una atmosfera oscura, apenas rota por la levedad de un claroscuro. En entonces cuando es necesario palpar, hacer correr la mano por la superficie de una pared desnuda, cuando podemos quedar absorbidos por una sombra acogedora, cuando en definitiva, entramos en resonancia íntima con la naturaleza esencial de un espacio que se formaliza como lugar.
Hay algo de cierta arquitectura contemporánea que parece volver a apreciar la oscuridad de aquella sombra, capaz de catalizar una materia que construye el vacío.
Miquel Lacasta. Doctor arquitecto
Barcelona, marzo 2014
Notas:
1 Tanizaki, Junichiro. El Elogio de la Sombra, Ediciones Siruela, Madrid 1994
2 De Barañano, Kosme María. Chillida – Heidegger – Husserl. El concepto de espacio en la filosofía y la plástica del siglo XX, Euskal Herriko Unibertsitatea, Leioa, 1990.