En el panorama contemporáneo de la arquitectura y el pensamiento, pocas figuras logran fusionar la rigurosidad técnica con una profunda exploración humanística. Fernando Freire Forga, arquitecto de formación y pensador por vocación, encarna esta dualidad, enriqueciendo el debate sobre cómo habitamos el mundo. Conocido también por su pseudónimo literario Waracuy, Fernando Freire Forga nos invita a un viaje intelectual que abarca desde la materialidad de la construcción hasta las dimensiones más etéreas de la memoria, la ética y el porvenir humano.
Nacido en Lima, Perú, el 21 de marzo de 1977, Fernando Freire Forga cimentó su formación académica en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), donde cursó estudios de Arquitectura entre 1994 y 2000. Su talento fue reconocido tempranamente al obtener el Primer Premio del Concurso PROCOBRE–PERÚ en 1999, gracias a su tesis innovadora “Edificio Automatizado de Oficinas: Usos del Cobre en la Arquitectura”.
Posteriormente, amplió su visión con estudios de Doctorado en Arquitectura Moderna en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB) de la Universidad Politécnica de Cataluña (España).
Esta sólida trayectoria académica y profesional se complementa con su labor como docente investigador en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y la Universidad Privada del Norte (UPN), así como con su ejercicio como arquitecto independiente, consolidándolo como una de las voces más representativas de la arquitectura peruana contemporánea.
Sin embargo, la trayectoria de Fernando Freire Forga trasciende los planos y las estructuras. Bajo el enigmático nombre de Waracuy, se revela como un escritor y pensador cuya obra literaria explora los límites entre lo real y lo mítico, la sabiduría ancestral y el análisis crítico de la modernidad. Sus escritos, caracterizados por un estilo poético y profundo, abordan temas como el alma humana, el impacto de la inteligencia artificial y la urgente necesidad de reconstruir la civilización desde la integridad.
Waracuy no solo busca respuestas, sino que propone un nuevo sentido y una nueva posibilidad para habitar el mundo, conectando con lectores en múltiples idiomas que anhelan una comprensión más profunda de su existencia.
La entrevista que presentamos a continuación es una oportunidad única para adentrarnos en la mente de este arquitecto-pensador. Exploraremos cómo Fernando Freire Forga y Waracuy coexisten y se retroalimentan, cómo su formación arquitectónica influye en su visión literaria y filosófica, y cuáles son los desafíos y las oportunidades que identifica en la intersección de la arquitectura, la tecnología y la espiritualidad. Prepárense para un diálogo revelador con una de las mentes más originales de nuestro tiempo, un verdadero puente entre la tradición y la conciencia contemporánea.

¿Cómo se definiría Fernando Freire Forga?
Soy un arquitecto que ha aprendido a mirar más allá de la forma.
La arquitectura me dio método, pero la vida me dio contenido. He dedicado años a estudiar el espacio y su relación con el ser humano, y en ese proceso descubrí que lo verdaderamente importante no está en lo que se construye, sino en lo que se siente. Me definiría como un observador constante del alma humana y de su modo de habitar el mundo.
¿Cómo, cuándo y por qué acaba Fernando Freire Forga desdoblándose como Waracuy?
Waracuy nació en silencio, sin plan previo. Durante años acumulé reflexiones, experiencias, memorias, y un día comprendí que necesitaban una voz propia. No fue un desdoblamiento, sino una expansión: Waracuy es la parte de mí que escribe lo que la arquitectura no puede decir con planos.
Representa una mirada más libre, más poética y más humana hacia el tiempo que vivimos.
¿Te encontraste con muchas dificultades para iniciarte? ¿Cuál fue (o es o será) el momento más crítico como Waracuy?
Las dificultades siempre han estado ahí, pero nunca como obstáculos, sino como parte del camino. Quizás el momento más crítico fue el inicio mismo: aceptar que podía construir sin ladrillos, que podía edificar desde la palabra.
Abrir un nuevo lenguaje exige desapego, y Waracuy implicó eso: despojarme del título, del método, del peso de lo aprendido, y volver a empezar desde la intuición.
¿Has tenido que complementar tu formación y trayectoria profesional para crear Waracuy? ¿Consideras que estudiar arquitectura ha sido importante para desarrollar tu trabajo actual?
He complementado mi formación con estudios en filosofía, antropología, arqueología y espiritualidad, porque necesitaba entender al ser humano más allá de la técnica y la forma. La arquitectura me enseñó a pensar con estructura y claridad; esas otras disciplinas me dieron el contenido y la profundidad.
Mi vínculo con la arquitectura moderna sigue siendo esencial, pero Waracuy nace de un espacio más amplio: de la observación de lo humano y de la necesidad de explorar su dimensión interior. Waracuy representa esa combinación que une pensamiento, emoción y sentido, y que procura fomentar un camino saludable frente a los cambios inminentes que ya nos anuncian los tiempos por venir.
En la práctica, esa visión también se traduce en la arquitectura: en materiales honestos, procesos transparentes y proyectos que priorizan al ser humano sobre la forma.

¿Cómo ha evolucionado Waracuy desde sus inicios? ¿Cómo es el día a día de Fernando Freire Forga como Waracuy?
Waracuy comenzó como una catarsis y se ha convertido en un universo literario.
Al principio fue una manera de ordenar pensamientos; hoy es un espacio de diálogo con miles de lectores. Mi día a día es una mezcla entre la disciplina del arquitecto y la libertad del escritor: estructurar ideas, observar el mundo, traducir la experiencia en palabra. No hay rutina fija, pero sí una constante: la búsqueda de sentido.
¿Cómo coordinas las distintas facetas de arquitecto, escritor y pensador peruano?
Con naturalidad. No son facetas separadas, sino manifestaciones de una misma mirada. La arquitectura me da estructura, la escritura me da voz, y el pensamiento me da rumbo. Todo lo que hago, en el fondo, pertenece al mismo impulso: comprender cómo habitamos —el espacio, el tiempo, la existencia— y cómo podemos hacerlo con más conciencia.
¿Qué tipo de proyectos o actividades desarrollas como Waracuy?
Waracuy funciona como un laboratorio de pensamiento y creación.
Desde allí desarrollo proyectos que combinan reflexión, arte, palabra y observación social, siempre con la intención de generar conciencia sobre el tiempo que nos toca vivir. No se trata solo de escribir libros, sino de abrir espacios de diálogo, de transmitir experiencias, de transformar lo cotidiano en símbolo.
Hay una línea curatorial que atraviesa todo: rescatar la sensibilidad humana en un mundo saturado de información. Por eso, Waracuy se manifiesta en diversas formas —editoriales, visuales, culturales—, todas unidas por una misma raíz: inspirar una manera más consciente, ética y poética de estar en el mundo.
¿Qué referencias manejas a la hora de marcar el rumbo de Waracuy?
Las referencias de Waracuy no provienen de un solo campo, sino de la vida misma. Encuentro inspiración en la filosofía, en la arquitectura moderna, en las tradiciones andinas, en la arqueología y en la espiritualidad de los pueblos que aún conservan una relación sagrada con la tierra. Pero también en la ciencia, en la historia del pensamiento occidental y en todo aquello que refleje la necesidad de equilibrio entre progreso y conciencia.
Más que seguir teorías, me interesa escuchar las señales del tiempo: lo que la humanidad dice —o calla— a través de sus crisis y sus silencios.
Waracuy se guía por esa brújula interior que mezcla observación, memoria y sentido común, buscando siempre un punto medio entre la reflexión intelectual y la sabiduría ancestral.
Actualmente mi lugar de trabajo es virtual, desde casa con mi ordenador o desde cualquier lado con mi teléfono, me encuentro desarrollando proyectos y nuevos emprendimientos.

¿A qué segmento de público te diriges como Waracuy?
Waracuy no apunta a un público masivo, sino a un lector despierto, curioso, que busca ir más allá de la inmediatez. Está dirigido a quienes sienten que algo esencial se está perdiendo en medio del ruido y buscan reencontrar un equilibrio entre razón, emoción y propósito. Podría decirse que es un espacio para quienes aún creen que la palabra puede sanar y que la belleza sigue siendo una forma de resistencia.
El público de Waracuy no se define por edad ni profesión, sino por sensibilidad: son personas que observan, que cuestionan, que sienten. Más que lectores, los veo como compañeros de viaje, caminando en la misma dirección: hacia una forma más consciente de habitar el mundo.
¿Cómo es el proceso de creación como Waracuy?
El proceso creativo de Waracuy parte siempre de una intuición, de una sensación que me acompaña durante días antes de tomar forma en palabras.
A veces nace de una emoción, otras de una observación o una pregunta que no me deja en paz. No escribo desde la prisa; escribo cuando algo dentro de mí necesita ordenarse y hacerse visible.
Luego llega la estructura. Ahí entra el arquitecto: el que organiza, depura y da ritmo a la materia emocional. Trabajo los textos como si fueran espacios: con proporción, luz y silencio. Más que un método, Waracuy es un estado de conciencia: escuchar, dejar que la vida hable primero y luego traducir eso en forma.
¿Estableces sinergias con otros campos?
Sí, siempre. Nada de lo que hago nace en un solo territorio. Waracuy se nutre de los cruces: de la arquitectura con la palabra, del arte con la reflexión, de lo íntimo con lo universal. Creo en las convergencias más que en las especializaciones; en el diálogo silencioso entre disciplinas que se observan y se transforman mutuamente.
La colaboración con JOSÉ LUIS COLMENARES es parte esencial de ese encuentro.
Juntos exploramos la obra de Frank Lloyd Wright en la serie El Epítome Americano, donde la forma y el espíritu se entrelazan como materia viva.
Más allá de lo académico, busco sinergias con quienes sienten que el conocimiento no debe dividir, sino unir. Ese punto de equilibrio, entre pensamiento y afecto, es el que da sentido a todo lo que hago.
¿Cómo y para qué utilizas las nuevas tecnologías? ¿La red ha facilitado tu labor?
Las nuevas tecnologías han ampliado mi horizonte de creación. No las veo como una amenaza, sino como una extensión del pensamiento, una herramienta que permite ordenar ideas y conectar mundos. La red, usada con propósito, es un territorio fértil para compartir conocimiento y despertar conciencia.
En mi caso, la tecnología ha sido el puente que transformó años de reflexión en obra. Me ha ofrecido agilidad, pero sobre todo presencia: la posibilidad de llegar a quien, en otro contexto, jamás habría leído una de mis páginas.
El reto está en mantener la humanidad en medio de la velocidad.
Usar la herramienta sin ser usado por ella.

¿Compaginas o complementas esta actividad con otras labores o en otros campos?
Sí, y creo que ahí está el equilibrio. Sigo vinculado a la arquitectura como investigador, docente y proyectista. Ese contacto con la realidad material me mantiene en tierra, me recuerda que las ideas también deben sostenerse.
Al mismo tiempo, desarrollo proyectos editoriales y artísticos dentro del universo Waracuy, donde la reflexión adquiere una dimensión más amplia.
Esa línea literaria ha crecido más de lo que imaginé: hoy los libros de Waracuy se han traducido a cinco idiomas y comienzan a encontrar lectores en distintos continentes. No lo vivo como un logro comercial, sino como una confirmación de que los temas que abordo —la búsqueda de sentido, la conexión con lo esencial, la transformación interior— son universales.
Ambas labores se alimentan: la arquitectura me enseña estructura y paciencia; la escritura me devuelve emoción y propósito. Compaginar no es dividir el tiempo, sino integrar lo que uno es. Y en mi caso, todo forma parte del mismo camino.
La arquitectura tiene abiertos muchos frentes de batalla. ¿No serán demasiados para la polarización existente dentro de la misma?
Los frentes no son demasiados: lo que es excesivo es el ego que los sostiene. Vivimos una época donde lo esencial de la humanidad ha sido desplazado por la espectacularidad del yo, y la arquitectura no ha escapado a esa distorsión. Nos hemos preocupado más por el gesto que por el sentido.
En La Última Arquitectura reflexiono precisamente sobre ese vacío. El problema no es técnico ni económico: es existencial. La arquitectura ha perdido parte de su vocación humana porque olvidó que su tarea no es impresionar, sino dar cobijo al alma del tiempo.
¿Cómo ves el futuro de la arquitectura? ¿Y el de la profesión?
Estamos viviendo un cambio tan profundo como el paso del nomadismo al sedentarismo. Solo que ahora ocurre en una sola generación. La irrupción de la inteligencia artificial, los nuevos materiales y la automatización transformarán todo, pero el verdadero desafío será humano: cómo sostener el sentido en medio de la inmediatez.
La arquitectura del futuro no será la de los grandes gestos, sino la de los pequeños actos bien pensados. Espacios honestos, adaptables, con alma.
Si logramos volver a lo esencial, la profesión no desaparecerá: renacerá con propósito.

¿Qué mejoras crees que son fundamentales y que deberían aplicarse de inmediato?
Primero, replantear la enseñanza. Formamos arquitectos para un mundo que ya no existe. Las escuelas deben enseñar a comprender el contexto, el territorio, el tiempo y la vida que lo habita.
Segundo, recuperar la dignidad del oficio. El arquitecto debe volver a sentirse responsable de la sociedad que construye. Y por último, reconciliar la arquitectura con la existencia: la técnica no salvará al ser humano si este olvida por qué construye.
Como emprendedor, ¿qué opinas de los arquitectos que abren nuevos campos y enfoques de la profesión?
Lo considero no solo legítimo, sino necesario. Cuando un arquitecto se abre a otros campos —la escritura, la docencia, la filosofía o el arte—, no se aleja del oficio: lo amplía. En mi caso, tanto Waracuy como El Epítome Americano nacieron así: de una búsqueda más que de un plan.
Hay dos maneras de emprender: una forzando la idea, otra armándola en el camino. Ambas pueden llegar al mismo destino, pero la experiencia es distinta: una se impulsa desde el control, la otra desde la armonía. Es como surfear una ola o atravesarla en una moto acuática: el punto final puede ser el mismo, pero la esencia del viaje lo cambia todo.
Yo prefiero escuchar la ola. Porque en esa entrega nacen las obras que de verdad permanecen.
¿Estás contento con la trayectoria realizada hasta ahora? ¿Qué proyectos de futuro te esperan?
Más que contento, agradecido. He aprendido que la trayectoria no se mide por la cantidad de obras, sino por la coherencia entre lo que uno piensa, hace y siente. Hoy vivo un momento de plenitud creativa: Waracuy sigue expandiéndose con nuevos libros y proyectos culturales, mientras que El Epítome Americano continúa explorando el legado de Frank Lloyd Wright.
Ambos universos se complementan: uno aborda la materia, el otro el espíritu.
Y en el plano personal, mi mayor proyecto es seguir disfrutando el proceso.
La vida no se trata de alcanzar metas, sino de sostener el equilibrio mientras se avanza.
Para acabar, ¿qué le aconsejarías a los actuales estudiantes y futuros profesionales de arquitectura?
Les diría que no se apuren. El mundo ya produce demasiado; lo que necesita ahora es profundidad. La arquitectura no se aprende solo con planos ni software: se aprende mirando, caminando, escuchando, viviendo.
Que no teman a la lentitud: en los procesos largos se forma el criterio.
Y que recuerden siempre: diseñar no es imponer una forma, sino descubrir una verdad. La arquitectura del futuro necesitará menos egos y más conciencia, menos ruido y más silencio.
Ahí comienza la verdadera arquitectura.

Entrevista realizada por Ana Barreiro Blanco y Alberto Alonso Oro. Agradecer a Sergio su tiempo y predisposición con este pequeño espacio.




