He aquí una muy oportuna antología, una selección de los últimos relatos de Cristina García-Rosales. Y digo oportuna porque mucho se publica, demasiado se diría, y autores como ella, siempre exigentes consigo mismos, propenden a guardar en un cajón sus creaciones, en perjuicio de sus seguidores, que acaban por perderles el rastro. Este libro viene a recordarnos la vigencia de la autora.
Cristina, a quien sigo desde hace muchos años, se distingue por su creatividad, de la que ha quedado constancia no solo por escrito. Así, por ejemplo, la tengo asociada a creaciones arquitectónicas sobresalientes, entre las cuales destaca el Pabellón de la India, con sus inmensas y desafiantes plumas de pavo real, inaugurado con motivo de la Exposición Universal celebrada en Sevilla, en 1992. Realizó esta obra, muy admirada, en colaboración con Julio Pellicer, arquitecto como ella y escultor de reconocido talento.
Su primera novela, Los días en que nos inventamos (Haz Milagros Ediciones, 2008) me deslumbró por su fluidez, por su ritmo narrativo, por la exquisita precisión de los detalles relevantes tanto en el orden visual como en el psicológico, por la densidad humana de los personajes, por la atmósfera, por la trama, a la vez realista e imaginativa, por el curso imprevisible de los acontecimientos, como reflejo de la vida misma.
Vino luego Deseo de ciudad (Mandala, 2010), un estudio pormenorizado sobre los distintos movimientos sociales encaminados a hacer humanamente habitable y sostenible el espacio urbano que compartimos. Es una obra cargada de simpatía e ilusión, donde se exploran los distintos ensayos de materializar este sueño, desde Basurama a Todo por la praxis.
Como ha dicho Susan George, «otro mundo es posible». Y de ello este libro singular nos ofrece pruebas estimulantes. Por separado, quizá estas pruebas, las distintas iniciativas en marcha, no dicen gran cosa, pero puestas una al lado de la otra, se concluye que esto se mueve, que hay un movimiento humano alentado por un deseo común. Para quien no haya prestado atención al fenómeno, este libro, único en su género, puede tener el efecto de una revelación y servir de refrescante antídoto contra la desmoralización y la soledad.
Vino luego, en la misma línea de intereses, Palabras para indignados (Mandala, 2011), escrito en colaboración conmigo al calor del movimiento del 15-M. Tuve ocasión de verla trabajar, siempre empeñada en conseguir de sí misma y de mí que hasta los párrafos analíticos fluyesen con naturalidad. Quisiera destacar su realismo y su imaginación, en este caso al servicio de una pulsión utópica. Entiéndase bien, en este libro su imaginación no va por libre: obedece al propósito de servir, en las coordenadas de lo que Hermann Bloch llamaba lo-real-posible, a su deseo de que se materialice una nueva revolución humanista. Lo que nos devuelve a una idea recurrente, a la de que otro mundo es posible, en lo que se manifiesta una vez más la sensibilidad moral y artística de la autora.
Y vamos ya a la presente antología, Ya no hay hombres que maten dragones y otros cuentos surrealistas. Debo adelantar que hay de todo, cuentos breves, cuentos brevísimos, unos solo esbozados, otros desarrollados con mano segura desde el principio hasta el fin, como es el caso de «Me llamo Eva», muy potente y difícil de olvidar. En este cuento lo que se entiende por criminal y se castiga en consecuencia, aparece como un acto de justicia digno no solo de perdón sino de un respeto de lo más turbador para la conciencia.
Desde el punto de vista formal, Cristina García-Rosales ha optado por una grata sencillez. Nada menos rebuscado que estos cuentos en cuanto a estilo. De ahí su efervescencia y su fluidez, en la línea que tan bien domina. En cambio, desde el punto de vista del contenido nada es sencillo. No faltan los toques de humor, las concesiones a la comedia, y uno sonríe, divertido, pero hay tragedia.
pero, y aquí está la gracia, de acuerdo con las leyes oscuras del corazón, se echan en falta. Todo parece ir bien, pero sucede siempre un imprevisto, un giro repentino de los acontecimientos conducente a la frustración y el lector –doy fe– levanta la vista del texto para replegarse en su propia melancolía. Son los efectos de lo vitalmente fallido, el eco del obsesivo nevermore y el dolor de lo imperfecto, de lo humano, demasiado humano, todo en uno, con la particularidad, habitual en ella, de que no hay asomo de rendición.
Manuel Penella Heller
Madrid, marzo de 2020
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