Siempre he defendido que la arquitectura se ha de explicar a través de unas circunstancias externas a ella que le son consubstanciales. La arquitectura no es una Bella Arte, sino una arte aplicada, en minúscula, que, más que explicar la vida, es, o tendría que ser, esta vida. Es entonces cuando funciona y toma sentido como tal. Paralelamente, siempre he creído que hay un discurso formal totalmente independiente de estas circunstancias que discurre como un hilo conductor secreto que explica parte de esta obra como un invariante más, y que esto nos conecta con la parte más irracional e instintiva del arquitecto visto como artista. La buena arquitectura es la que tiene ambas cosas atadas tan estrechamente que no se sabe dónde empieza una y dónde termina la otra.
Este es el primer libro que leo que me hace dudar de esta reflexión. Su estructura es extraña. No estoy seguro que si esta estructura es su parte más débil o de si, por el contrario, es su punto fuerte. Hace pensar, eso seguro. Explico y matizo: la vida y la obra del arquitecto aparecen casi completamente desligadas, la vida explicada en primer lugar, la obra después, ambas ordenadas cronológicamente, de modo que se podría llegar a desencuadernar el libro para venderlo como dos volúmenes completamente independientes.
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Jaume Prat
+ artículo publicado en arquitectura, entre otras soluciones