En la dirección de calle Francisco Cabrera 430, en un lugar céntrico de la ciudad de Chiclayo pauperizado por el deterioro urbano, el desorden del tráfico, la inseguridad callejera y, para colmo, la repentina estrechez de los predios en razón de la división de lotes por la mitad a causa de diferentes historias, motivos e intereses…
En fin, en una zona que rehuirían los proyectos inmobiliarios de alto presupuesto tanto como cualquier arquitecto que deseara una localización y unas dimensiones favorables a sus ideas y a la notoriedad de sus proyectos, el estudio local Angas Kipa ha diseñado un edificio multifamiliar que no solo ha merecido divulgación en revistas internacionales de la especialidad, sino también reconocimientos como el primer Premio en la Categoría Edificaciones en la XIX Bienal de Arquitectura Peruana Cusco (octubre, 2022), el reconocimiento del Colegio de Arquitectos del Perú Regional Lambayeque (noviembre, 2022), una selección para los Dezeen Awards 2022 en la categoría de vivienda, la distinción de obra seleccionada por Archello entre los Mejores Proyectos de 2022, y más recientemente la nominación en la categoría Housing en la 14ª edición de ArchDaily Building of The Year Awards 2023.
Sobre apenas cuatro metros de anchura y 27 metros de largo, en un entorno de cierto bullicio comercial, lo tentador habría sido ofrecer a los dueños del solar, primero, una altura aún mayor así como una distribución de trazos y segmentaciones que maximicen el escaso espacio disponible y, en segundo lugar, un interior que brinde un efecto doble de comodidad y salvaguarda frente a la exterioridad. Puesto que una iluminación y ventilación naturales y eficientes se asocian a una holgura de proporciones y de vanos, una respuesta rápida y lógica ante la ausencia de estas condiciones habría sido concebir un encierro de caparazón compensado por la introducción de equipamientos tecnológicos de luz artificial y aire acondicionado, por ejemplo, con el consiguiente resultado de un habitar retraído y desligado del espacio y, por ello mismo, del tiempo que discurre alrededor, además de un irremediable exceso en el consumo de energía.
Pero la creación verdadera no surge necesariamente cuando todos los vientos soplan a favor. Durante una de sus conferencias hacia los años 40 del siglo pasado, el músico Igor Stravinsky sorprendió a su audiencia diciendo que
“mi libertad como compositor será tanto más grande y significativa cuanto más estrechos sean los límites que imponga a mi campo de acción y cuanto más me rodee de obstáculos”.
Así también, los miembros del estudio Angas Kipa –los arquitectos Raúl Gálvez Tirado, Iván Guerrero Ramírez y José Luis Perleche, y sus colaboradores– han llegado a plasmar, sobre este angosto lote de la calle Cabrera, una ingeniosa fórmula que ha evitado tanto el recurso fácil de la acumulación cuanto la vía de la ruptura con la ciudad, sin tener por ello que recurrir a una intrincada complejidad en el diseño. Como en un haiku japonés en que se obtiene una gran elocuencia con unas cuantas palabras, así también el Edificio Cabrera es un lugar al que una sencillez de líneas y una sabiduría del detalle han vuelto tan inesperadamente plácido y habitable.
El ingreso en su interior, como he comprobado hace muy poco, transmite una inmediata sensación acogedora que proviene de un grado de armonía tal que vuelve invisible la diversidad de sus variables: flexibilidad y nitidez en el estar y en el desplazamiento, integración y, también, conexión visual y acústica con la exterioridad.
Aceptando la pobreza de mis conocimientos en esta disciplina, pero aferrándome a la verdad física y común del contacto y el recorrido, puedo decir que uno de los atributos más encomiables del Edificio Cabrera es el haber conseguido la inserción de un habitar cotidiano recogido y al mismo tiempo abierto a su entorno, tan indispensablemente resguardado como comunicado con la ciudad, su clima y su cielo. La vegetación interior que se cuela hacia el exterior, como se aprecia en las fotografías que acompañan esta publicación, es una evidencia sin duda encantadora de esa comunión con el espacio y de la vida que el edificio mismo es capaz de cultivar.
En efecto, el envolvimiento de toda la fachada por una celosía metálica proporciona a la estancia intramuros el doble regalo de una permanente claridad natural (resplandeciente en las horas matinales) y una penetración filtrada del aire de las tardes chiclayanas, al mismo tiempo que desde fuera ofrece una protección de la privacidad que, sin embargo, elude la dureza de lo impenetrable o lo vedado, gracias a una red de orificios circulares que, con toda intención seguramente, ocultan y atraen a cualquier peatón.
Al entrar en el edificio sucede una magia. La altura del piso de la primera planta se eleva de pronto gracias a unos cuantos escalones y queda casi a la altura del pecho, del corazón quizá. El visitante traspasa el umbral y tiene ante sí la totalidad de la construcción no a sus pies sino frente a sus ojos o, mejor, al alcance de sus manos, como un objeto que puede ser libremente palpado o contemplado. La puerta no es, en este caso, un acceso abrupto que evite el derroche del espacio, sino que por el contrario activa generosamente una transición, un decurso sensorial que da a sus creadores la justicia de una visión de conjunto por parte de la visita.
Una escalera metálica en primer plano, luego una especie de zaguán amoblado y, más allá, la visibilidad de la primera planta a través de una mampara, dan asimismo un instantáneo efecto de ligereza, transparencia y amplitud que no se sospechan viniendo de la calle. Por cierto, en la escalera hay barandas delgadas y ninguna ornamentación, de modo que la combinación del ascenso con la falta de espesor en los materiales produce una impresión de levedad. En el mismo sentido, la ausencia de muros que no sean los del perímetro del edificio, o el que asoma, ya inevitable, hacia el fondo, da lugar a una especie de succión visual que se aviene tan bien con la calidez del recibimiento y los brazos abiertos de los buenos chiclayanos.
La simplicidad de las superficies de cada planta en el edificio contribuye por igual a dar una sensación despejada en virtud de la carencia de vigas, columnas visibles, relieves o tabiques y paredes que entorpezcan las líneas rectas que van hasta la habitación del fondo, detrás de la cual, oh sorpresa, se abre un patio que admite y hasta acariña una vegetación de jardín.
Los acabados de cemento pulido en el suelo y de ladrillos expuestos en las paredes, no solo plantean la tactilidad de los materiales de construcción, sino que reemplazan la sensación arrogante de la cobertura perfecta e impoluta, es decir, el artificio que se añade al artificio, por el efecto amable y honesto que da el cocido irregular de los ladrillos y las manchas o vetas del cemento, con esas variaciones de figuras y colores que desatan la percepción imaginativa de los niños.
Se trata de una cualidad acariciante que se prolonga en la cocina del primer piso por medio del trazado de una barra en forma de “c”, destinada al equipamiento y los usos propios de este ambiente, con una altura repentinamente menor que la convencional. «Una altura de mesa», me cuenta uno de los arquitectos, y que yo encuentro no solo ideal para colocar objetos, una copa de vino, un libro o lo que sea, sino también amigable en el sentido de invitar a arrimarse junto o sobre ella, justo allí donde otras cocinas privilegian su estricta funcionalidad y limitan a las manos toda experiencia de relación.
Resulta especialmente placentero el sentarse a charlar alrededor de una mesa, ya en la segunda planta, y sentir la llegada de la luz de la calle, incluso su ruido vehicular atenuado sin ser abolido, logrando con ello un vínculo con el mundo que no supone la exposición a la intemperie. Un recordatorio de la pertenencia a la tierra, al mundo compartido con los demás que ninguna ocupación estética, utilitaria, digital o filosófica debería suprimir, a riesgo de caer en la inhumanidad de la autosuficiencia y la abstracción.
En este aspecto, el Edificio Cabrera es un espacio de libertad, propicio para la conexión con uno mismo o la conexión con el exterior (que experimentada desde el interior es en realidad otra variante de la relación con uno mismo). En medio de la agitación y el tráfico, el Edificio Cabrera es por entero una ventana tranquila y no una armadura protectora. Conversando en torno a un café con los arquitectos, imaginé cómo se vería la lluvia desde allí. Cómo se escucharía, qué cerca quedaría de la piel y qué a salvo a la vez estaríamos de ella, como bajo el ancho alero de una casa de campo con tejado.
Por un patio interior y una escalera posterior hay una circulación de aire que llega hasta el centro de cada planta. No se trata solo de una ventilación conveniente, más aún en el caluroso verano del norte del país, sino también de la presencia inocultable y, a la vez, domesticada, de los fuertes vientos que sacuden característicamente al paisaje local. Otra evidente seña de identidad, paisajística en particular.
Lograr, en suma, todas estas virtudes térmicas, lumínicas, respiratorias, motrices, sensoriales y hasta contemplativas, es, para ser justos, un triunfo que enaltece a un oficio, el de la arquitectura, tan maltratado por las vicisitudes de una urbe como Chiclayo, cuya inigualable dinámica de encuentros y migraciones tiene aún pendiente el traducirse físicamente en un lugar de arraigo, horizontalidad y fructificación. En una ciudad que sea real y no solo nominalmente una
“capital de la amistad”.
Para llegar a ello no basta con la idiosincrasia o los modos de ser, un insumo esencial pero voluble en el tiempo. Es también necesaria la existencia de espacios privados y públicos que se correspondan fielmente con la hospitalidad, el júbilo de la buena comida y el calor de una amena conversación, y que asimismo fomenten toda esta riqueza humana por medio de trazados y diseños que, como ha demostrado el estudio Angas Kipa, no tienen por qué suponer ni la exuberancia de las inversiones ni la ostentación de los materiales.