En los años noventa el por entonces alcalde de Madrid, Agustín Rodríguez Sahagún, tuvo una idea que me pareció muy hermosa: A cada niño que naciera en Madrid se le asignaría un árbol. A los pies de éste se colocaría una placa con el nombre y la fecha de nacimiento del bebé, y al neonato se le daría la información precisa sobre su árbol.
Así, ciudadano y árbol crecerían juntos. Desde sus primeros días de vida, la criatura humana iría con sus padres a ver a la criatura arbórea y la tomaría cariño, hasta, de alguna manera, corresponsabilizarse de ella y, por extensión, amar a cada uno de los árboles (tan necesarios) de su contaminada ciudad.
Pero aquí lo normal es que las ideas nazcan y mueran con una persona o con un equipo, y que nadie las continúe. Aquello se quedó en nada, y sólo unos pocos miles de madrileños, nacidos durante unos pocos años, tienen su árbol. Pero es que, además, casi todas las placas de azulejo se han borrado.
Bueno, pues a mí, que aplaudí y sigo aplaudiendo aquella idea, y que celebro que miles de veinteañeros tengan “su” árbol y lo sigan visitando y atendiendo, lo de que las placas se borren me parece muy bien.
Eso de salir del portal de Fernández de la Hoz, 28 (es un poner) y encontrarte con el azulejo de “Paola González Almendros, 9-1-91” (es otro poner) me parece inquietante. (A ver si me explico: Me parece estupendo que Paola sepa que ese es su árbol, e incluso que haya una relación pública y publicada de correspondencias entre árboles y ciudadanos, pero no sé si está bien que el árbol exhiba la etiqueta).
Esto lo pensé el otro día paseando por la Calle de la Basílica, en Madrid. A un lado tenía el templo “de Oíza”, y al otro las viviendas “de Cano Lasso”. Y vi uno de estos árboles con el azulejo borrado.
Entonces pensé que ese templo sólo era “de Oíza” y esas casas “de Cano Lasso” para los arquitectos. Para “la gente normal” son “una iglesia” y “unas casas”. Y a lo mejor –lo más seguro- hasta les gustan y les parecen bien pensadas y bien construidas.
Del mismo modo, el árbol ese es un plátano, o un castaño, o lo que sea, y da buena sombra, y alegra el paseo; pero que sea de Juan Antonio Múgica Rodríguez o de Alicia Huidobro Gómez sólo les interesa a los mencionados y a sus allegados más directos.
Nosotros admiramos a los autores de los edificios, y les seguimos, y aprendemos de ellos. Eso está muy bien. Pero los edificios han de ser anónimos. Los edificios deben disolverse como un azucarillo en la ciudad. La forman y la conforman, pero por eso mismo se deben difuminar en el edificio de enfrente, en la manzana de más allá, en este paseo arbolado, como lo hacen, sabiamente, los dos edificios que he mencionado. Como lo hace el árbol con el azulejo borrado.
Tengo el privilegio de disfrutar habitualmente como usuario anónimo de un edificio que proyecté y dirigí. No está nada mal. No es nada, pero funciona bien. Tendrá unos diez o doce años y le han hecho algunas pequeñas reformas, no tanto de obras, sino de usos. Unas me gustan más y otras menos; pero ¿quién soy yo? Preví una entrada principal que sigo pensando que está bien diseñada, y que tiene hasta una pérgola que la enfatiza suavemente. Pero se entra por otro lado. Pues porque hace falta menos personal, o porque se aparca mejor en la calle lateral, o por lo que sea. No me gusta eso, pero me encanta que la gente use ese edificio que no ha hecho nadie, que no ha diseñado nadie, que se ha hecho solo y sigue funcionando. Todo lo demás son ganas de marear y de amargarse la vida.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · junio 2013
un día cualquiera, mi padre y yo fuimos a ver un parque periurbano proyectado por él más de una década atrás. como anónimos. algunos árboles habían crecido como se había pensado. otras zonas eran distintas a tal y como se proyectaron.
el parque estaba lleno de gente, usándolo.
nunca he visto a mi padre sonreir tan feliz. y yo nunca me sentí tan orgullosa de él.