
Es recomponer, es ir recogiendo de entre los dedos cada fragmento habitado para recomponerlo, es el ejercicio de observar calladamente, de distraerse hasta terminar anidando en los recodos de un mundo deshabitado en busca de su medida precisa. Es de alguna manera reconocer el material del que está hecho el mundo que habita, es mesurarse entre la distancia que hay entre dos muros, es hallar una vida en el entresijo formado por una puerta entre abierta y el dintel que la contiene.
Zurcir el habitar es unir, es coser, es tejer paso a paso las intenciones del habitante que ha dejado de habitar, que ha deshabitado y que en su huida ha dejado rastros firmes de sus huellas sobre las baldosas, que intenta respirarnos, tomarnos del recuerdo hasta detenernos, y que intenta -junto a nosotros- descifrar ese ser que habitó: ese quien construyó con olores y tacto un mundo único, inalterable, indescifrable.
Es reconstruir esa vida nuevamente, para intentar habitarla con sus costumbres, es vivir desde ese espacio que ha quedado entre la luz tenue de otoños y el polvo apenas levantado de los suelos; es detenerse en ese vacío que hoy nos abraza y nos relata cómo fue su biografía.
Zurcir el habitar es -ordenadamente- volver a habitar, es volver a contar, es vivir ese momento donde el hálito del zaguán intentó revelarnos ese umbral que yace ya en nuestro mundo: nuestro mundo, nuestro nuevo mundo.
