Hay decretos que solamente se pueden entender desde la avaricia burocrática. Seres abstractos, deciden bajo los impulsos del momento, cuales son, por ejemplo, las condiciones de habitabilidad de una vivienda. Así nace el desatino del decreto de habitabilidad, incapaz de reconocer maneras específicas de habitar. Decretos y decretos contra la libertad de hacer con la vivienda, ese espacio íntimo por excelencia, lo que a uno le plazca.
Es evidente que no hay ningún decreto válido para regular lo doméstico, pues cada domesticidad es un universo. Por otro lado, sin decreto de mínimos, aquellos más débiles quedarían expuestos a otro tipo de avaricia, la avaricia del dinero fácil.
No vamos ahora a promover un alegato contra aquello que otorga a los edificios un rango mínimo de funcionalidad. Pero tampoco vamos a dejar que el sinfín regulador de la actividad edificatoria acabe con la posibilidad de imaginar una arquitectura más ambiciosa y seguramente más acorde con nuestro tiempo.
Recuerdo haber leído el texto de Bruce Chatwin, Wabi
con admiración y perplejidad. De ese texto extraigo estas líneas:
Lo que por regla general no se admite en arquitectura es que el vacío –el espacio vacío– no está vacío, sino lleno. Pero para observar dicha plenitud se requieren la exigencia y la disciplina más rigurosas por parte del arquitecto. Aquí no puede haber lugar para la incertidumbre, o para efectos ansiosamente artísticos. El trabajo ha de ser perfecto, o no será nada. La arquitectura es música congelada: cuanta mayor es la reducción, más perfectas han de ser las notas. Una vez fui a ver a un antiguo discípulo de Mies van der Rohe que había puesto en práctica el dicho del maestro, menos es más. Vivía en un austero apartamento de una sola habitación, en la parte media de Manhattan. Era un hombre muy rico. Todas sus posesiones las guardaba en armarios –y entre ellas había un Picasso cubista–. Recuerdo que me decía que cuando has de vivir en una enorme ciudad claustrofóbica del siglo XX; cuando, al salir de tu hogar, te sientes bombardeado por los reclamos del consumismo –“¡Cómprame!, ¡Obedéceme!”–, el mayor de todos los lujos es el de poder andar, sin obstáculos de muebles o cuadros, entre tus propias paredes desnudas. Pues, no importa lo pequeña que sea tu habitación, mientras tu ojo pueda deslizarse libremente a su alrededor, el espacio abarcado no tiene límites. Repetía, en efecto, la premisa subyacente al monacato medieval, según la cual el monje encerrado en su celda era libre para viajar a cualquier lugar.1
De lo que por supuesto el texto no está hablando, es de la habitabilidad ni de ningún decreto al uso. Más aún, seguramente la habitación a la que hace referencia el relato, no pasaría ningún filtro de ningún decreto posible. En realidad el excéntrico personaje al que Chatwin hace referencia está hablando de confort. Y ciertamente, el confort se puede encontrar en una habitación minúscula y desnuda de todo tipo distracción que permita apreciar y entender el vacío como esencia de la arquitectura.
Al cabo de unos años de haber leído este texto, me encontré extasiado ante una sensación de profundo confort al entrar en el recién inaugurado edificio multifuncional del Prat del Llobregat, el Cèntric, una biblioteca, un archivo municipal, y un auditorio, de los arquitectos Manuel Brullet y Alfonso de Luna.
El edificio, un excelente volumen impecablemente resuelto a nivel urbano, había sido inaugurado apenas unos días antes. Las bondades del proyecto eran muchas, la escala, la elección de los materiales dentro y fuera, la plaza que lo acompañaba, los dobles y triples espacios de su interior, la manera sofisticada y a la vez sencilla de acceder a él, la articulación de todos los programas, la presencia y posición de la escalera, las transparencias a través de una ficticias ventanas interiores. Un largo etcétera de aciertos en forma de arquitectura, arquitectura de la buena, iban dando pie a una aproximación enormemente genuina del espacio arquitectónico. Sin embargo, algo mucho más importante me dejo fascinado. El edificio apenas tenia unos días de recorrido, pero se respiraba un extraordinario confort. Todo era nuevo, pero parecía que el edificio hubiera estado desde siempre. Nada en absoluto podía distraer de la lectura pausada, agradecida y aprehensible del espacio. En otras palabras, se respiraba un confort inaudito para un edificio recién inaugurado. El confort de lo vivido.
Ese y no otro debería ser el objeto de un decreto. El decreto de la confortabilidad.
Si la magia y la sabiduría que supone hacer un edificio vivido y confortable justo después de inaugurarlo, un edificio que respira arquitectura por todos los poros, se pudiera medir, sería imprescindible regular con un decreto de confortabilidad, la experiencia casi organoléptica de vivir un espacio así.
En un blog especializado en bibliotecas he leído acerca del Cèntric:
Quizás la gracia ha consistido en convertir un espacio en un lugar. El espacio es geométrico, el lugar es geográfico, histórico, social…2
Quizás esta sería una buena pista para determinar la confortabilidad de un edificio, su potencial para ser un lugar.
Miquel Lacasta Codorniu. Doctor arquitecto
Barcelona, Mayo 2015
Notas:
1 Chatwin, Bruce, Wabi en John Pawson, de la serie Monographs on Contemporary Design, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1993
2 Traducido del catalán el comentario siguiente de Lluís Anglada: Potser la gràcia ha estat, tenir la saviesa per convertir un espai en un lloc. L’espai es geomètric, el lloc és geogràfic, històric, social…