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El desastre de la City londinense. O, ponga su verdadera cara a los negocios financieros | Antón Capitel

El desastre de la City londinense. O, ponga su verdadera cara a los negocios financieros | Antón Capitel
Londres desde el aire | Kathleen Conklin | Flickr

La característica principal de la ciudad de Londres ha sido la de no tener planificación urbana. O, al menos, la de no tener «trazado», geométrico o compositivo. Esta idea se convirtió en una verdadera invariante, casi una manía, y llegó hasta el extremo de que, después del pavoroso «Great Fire» de 1666, que destruyó la ciudad prácticamente por completo, el Parlamento no aprobó el nuevo trazado propuesto por el arquitecto Christopher Wren, elegido por el rey entre otras dos posibilidades, la de Evelyn y la de Hooke. Los propietarios no querían someterse a las incomodidades que suponía una reparcelación, y defendían el trazado antiguo para que cada cual pudiera construir a su albedrío sobre los mismos terrenos.

Así, las cosas, la City (como se llamó a la ciudad que propiamente era London, y no Westminster, que era el lugar del rey, ente otros muchos lugares diversos que hoy configuran el «Great London») se reedificó sobre casi el mismo plano medieval que tenía. Allí se hicieron casas de piedra, en vez de en madera, para conjurar la posibilidad de otro incendio, y allí se construyeron de nuevo las muy numerosas iglesias, que proyectó Wren, así como la gran catedral de St. Paul, proyecto también suyo, como es bien sabido, y cuya fortuna formal y gran tamaño logran imponerse al entorno y caracterizar el lugar.

No reformar el plano medieval fue, sencillamente, un disparate. Al principio no importaba mucho, por el tipo de caserío, aunque ya las iglesias de Wren acusaban bastante las consecuencias de las irregularidades del plano. No obstante, con las esbeltas y atractivas flechas de sus torres, los templos lograban imponer un cierto orden urbano, al menos desde el aspecto visual, tal y como comprobamos en algunos cuadros y grabados de los siglos XVIII y XIX. Edificios como el Banco de Inglaterra, de John Soane, muestran bien la enorme irregularidad del lugar, vencida por medio de la habilidad de los proyectistas.

Pero en la época victoriana y, sobre todo, en el primer tercio del siglo XX, la City fue sometida a un proceso de transformación prácticamente absoluto, en el que sólo quedaron las iglesias y la catedral como testimonios del pasado. Hubiera sido lógico que se aprovechara para darle al importante sector financiero un nuevo trazado, pero tanto la tradición como la pereza, y un sentido tan práctico como equivocado (pues es cierto que construir sobre lo ya existente era más inmediato y más fácil), se impusieron por completo. El plano de la ciudad siguió prácticamente igual y los edificios se renovaron y crecieron en volumen. La habilidad de los proyectistas eclécticos y clasicistas fue puesta a prueba, y salió vencedora, al tener que aceptar las tortuosas, irregulares y curvas alineaciones, y hasta puede decirse que todas estas cosas aumentaron el pintoresquismo y el interés visual de las arquitecturas, mayormente clásicas, que participaron en la operación. Un pintoresquismo clásico, de encuentros difíciles, ángulos agudos y obtusos, quiebros y curvaturas, pareció aumentar el interés de la «sinfonía» urbana interpretada por los edificios de las grandes firmas.

El «paisaje» creado es, en realidad, bastante abusivo, lo que no quiere decir que esté exento de interés. Tal vez lo más valioso sean edificios como los de Lutyens, aunque no hay muchos, o algunas contribuciones de arquitectura moderna, como la de Owen Williams. El otro extremo es el de la pretenciosa y desastrosa operación de Herbert Baker, el amigo de Lutyens y su colega en New Delhi, con la ampliación del Banco de Inglaterra y el consiguiente destrozo de la obra de Soane. Este disparate puede servir de emblema de la gran operación, como lo puden ser tambien la situación en la que quedaron las iglesias de Wren, de las que apenas se ven ya las flechas, y que están ahora escondidas entre la masa de los pétreos gigantes financieros.

Pero a finales del siglo XX y principios del XXI, en la City se ha emprendido otra operación especulativa y, naturalmente, sin cambiar el viejo trazado. Ya no son tiempos, en realidad, ni hay muchas posibilidades. Ahora en la City se han respetado casi todos los viejos artefactos clasicistas de la última operación, pero se las han arreglado para encontrar sustituciones y construir arquitectura ¿moderna?, generalmente de acero y cristal. La conservación de las viejas alineaciones combinada con los volúmenes excesivos y con una arquitectura comercial infame ha creado así uno de los lugares más feos del mundo, a la altura del contenido altamente inmoral que encierra.

Los viejos edificios clasicistas se defendían mejor. Para empezar eran de piedra, y conservaban ideas de arquitectura tanto de cierta eficacia como de un notable y arquitectónico candor. No es que fueran mejores, pero sus recursos eran más eficaces. Los edificios ¿modernos? de ahora son detestables (opnotius) y es difícil decidir si son peores los que todavía, con más picardía que ingenuidad, intentan algo parecido a las preexistencias ambientales italianas, o los que, sin más, se lanzan a exhibir ridículas y abstractas aventuras formales.

Lo cierto es que la City se ha convertido en un infierno, arquitectónicamente hablando. It´s a place absolutly obnoxious. Y tiendo a creer que la culpa principal corresponde a aquellos propietarios del siglo XVII que se negaron a reformar el plano de la ciudad en favor de sus intereses económicos más inmediatos. Creo que Rasmussen se equivoca de medio a medio cuando elogia esta conservación en su conocido libro «London, the unique city».

Y lo malo es que todo ello le da la razón al Príncipe Carlos y a sus campañas reaccionarias en favor de una arquitectura ¿clásica?, que ya no existe ni puede existir, y que acaba teniendo como ideal las aldeas historicistas de Disney World. Charles II, el rey de la restauración y del incendio de 1666, tenía demasiado cerca que a Carlos I, por oponerse al Parlamento, le habían cortado la cabeza. Por eso no se atrevió, quizá, a insistir sobre la reforma de la City. Al Prince Charles actual no le van a cortar la cabeza, porque ni siquiera va a llegar al trono. A Dios gracias (en nombre de los británicos).

Antonio González-Capitel Martínez · Doctor arquitecto · catedrático en ETSAM
Madrid · febrero 2011

Antón Capitel
Antón Capitelhttp://acapitel.blogspot.com.es/
Es arquitecto y catedrático de Proyectos de la Escuela de Arquitectura de Madrid, fue director de la revista Arquitectura (COAM) de 1981 a 1986 y de 2001 a 2009. Historiador, ensayista y crítico, ha publicado numerosos artículos en revistas españolas y extranjeras sobre arquitectura española e internacional. Entre sus libros destacan diferentes monografías sobre arquitectos.
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Federico García Barba
Federico García Barba
9 years ago

Capitel, parece que no has leído (o lo has hecho a medias) el libro de Rasmussen para escribir el tuyo. Tus afirmaciones no se sostienen…y lo sabes. Londres sí ha tenido planificación en sus espacios urbanos. El propio Covent Garden de Inigo Jones ya fue un plan a su escala. Y el gran número de Squares o Circus también fueron operaciones urbanísticas. Y la Regent’s Street de Nash también y a mayor escala. Pero es que, además, en el siglo XX, el gran Patrick Abercrombie hizo uno de los mejores planes urbanísticos de la historia, el Greater London Plan. Y luego han venido otros como el que surge del informe Traffic in towns de Colín Buchanan. Sin todos ellos, Londres no sería la gran ciudad que es hoy. Rasmussen, si tenía razón y por eso nos gusta tanto ir allí.

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